Javier Ortiz
www.javierortiz.net
Que nuestra ciudadanía rechazara indignada la participación del Ejército español en la última Guerra de Irak y vea ahora con buenos ojos su presencia en Afganistán sólo se explica por lo poco y mal informada que está.
La intervención armada internacional en Afganistán sirvió para acabar con el régimen cruel de los talibán, sí, pero también para sustituirlo por un poder político controlado en lo esencial por los señores de la guerra, gente sin escrúpulos enriquecida, en lo esencial, gracias al tráfico de droga, y tan fundamentalista y machista como los propios talibán. No son apreciaciones mías: las tomo de informes suscritos por organizaciones de defensa de los Derechos Humanos, que respaldan lo que le oí decir a una feminista afgana: «Se diferencian de los talibán en que no llevan la barba tan larga».
Las tropas internacionales defienden allí un poder político impresentable. Tanto en el Gobierno como en el Parlamento, sientan sus reales individuos que están acusados de numerosos crímenes de guerra. La llamada comunidad internacional, capitaneada por EEUU, no sólo no ha hecho nada por llevarlos ante los tribunales, sino que les ha prestado su apoyo y los ha aupado al poder, por la simple y pura razón de que sirven sus intereses.
Un caso reciente ilustra esta realidad. Está protagonizado por Malalai Joya, la más joven integrante del Parlamento afgano. Pese a su juventud (tiene 29 años), cuenta con un largo historial de luchadora por los derechos de las mujeres y los niños. Ya a los 19 años impartía cursos de alfabetización para mujeres. De ahí pasó a dirigir un orfanato y un centro de salud. En 2003 despertó el interés de no pocos foros internacionales por sus denuncias concretas sobre la implicación de los señores de la guerra en la redacción de la nueva Constitución afgana. Cuando se celebraron elecciones dos años después, salió designada parlamentaria por la provincia de Fará. En la Cámara Baja ha sido desde entonces la protagonista de constantes denuncias de la composición del propio Parlamento y de las actividades de muchos de sus miembros.
Tras una de sus críticas, en la que sostuvo que ese Parlamento es peor que un establo, porque en los establos hay animales útiles, la Cámara tomó el pasado 21 de mayo la resolución de privarle de su condición de parlamentaria, limitar sus movimientos y llevarla a juicio, demostrando cómo se entienden allí el derecho de crítica parlamentaria y la libertad de expresión.
Joya, que ha sobrevivido ya a cuatro intentos de asesinato, ha dejado claro que no va a cerrar la boca. Human Right Watch ha exigido que cese la persecución contra ella. Luisa Morgantini, vicepresidenta del Parlamento Europeo, se ha sumado a la demanda.
Conviene que se sepa la clase de poder afgano que está protegiendo nuestro Gobierno, tan humanitario él.
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Que nuestra ciudadanía rechazara indignada la participación del Ejército español en la última Guerra de Irak y vea ahora con buenos ojos su presencia en Afganistán sólo se explica por lo poco y mal informada que está.
La intervención armada internacional en Afganistán sirvió para acabar con el régimen cruel de los talibán, sí, pero también para sustituirlo por un poder político controlado en lo esencial por los señores de la guerra, gente sin escrúpulos enriquecida, en lo esencial, gracias al tráfico de droga, y tan fundamentalista y machista como los propios talibán. No son apreciaciones mías: las tomo de informes suscritos por organizaciones de defensa de los Derechos Humanos, que respaldan lo que le oí decir a una feminista afgana: «Se diferencian de los talibán en que no llevan la barba tan larga».
Las tropas internacionales defienden allí un poder político impresentable. Tanto en el Gobierno como en el Parlamento, sientan sus reales individuos que están acusados de numerosos crímenes de guerra. La llamada comunidad internacional, capitaneada por EEUU, no sólo no ha hecho nada por llevarlos ante los tribunales, sino que les ha prestado su apoyo y los ha aupado al poder, por la simple y pura razón de que sirven sus intereses.
Un caso reciente ilustra esta realidad. Está protagonizado por Malalai Joya, la más joven integrante del Parlamento afgano. Pese a su juventud (tiene 29 años), cuenta con un largo historial de luchadora por los derechos de las mujeres y los niños. Ya a los 19 años impartía cursos de alfabetización para mujeres. De ahí pasó a dirigir un orfanato y un centro de salud. En 2003 despertó el interés de no pocos foros internacionales por sus denuncias concretas sobre la implicación de los señores de la guerra en la redacción de la nueva Constitución afgana. Cuando se celebraron elecciones dos años después, salió designada parlamentaria por la provincia de Fará. En la Cámara Baja ha sido desde entonces la protagonista de constantes denuncias de la composición del propio Parlamento y de las actividades de muchos de sus miembros.
Tras una de sus críticas, en la que sostuvo que ese Parlamento es peor que un establo, porque en los establos hay animales útiles, la Cámara tomó el pasado 21 de mayo la resolución de privarle de su condición de parlamentaria, limitar sus movimientos y llevarla a juicio, demostrando cómo se entienden allí el derecho de crítica parlamentaria y la libertad de expresión.
Joya, que ha sobrevivido ya a cuatro intentos de asesinato, ha dejado claro que no va a cerrar la boca. Human Right Watch ha exigido que cese la persecución contra ella. Luisa Morgantini, vicepresidenta del Parlamento Europeo, se ha sumado a la demanda.
Conviene que se sepa la clase de poder afgano que está protegiendo nuestro Gobierno, tan humanitario él.
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