miércoles, 21 de septiembre de 2016

Las personas más bellas.

Las personas más bellas con las que me he encontrado son aquellas que han conocido la derrota, conocido el sufrimiento, conocido la lucha, conocido la pérdida, y han encontrado su forma de salir de las profundidades. Estas personas tienen una apreciación, una sensibilidad y una comprensión de la vida que los llena de compasión, humildad y una profunda inquietud amorosa. La gente bella no surge de la nada.

Elisabeth Kübler- Ross

lunes, 19 de septiembre de 2016

Cien años de soledad.

La ausencia paulatina de tu interés por mí,

la falta progresiva de tus 'buenos días',

la elección egoísta de tu lejanía,

fueron los que determinaron que no hiciera falta viajar a Macondo;

bastaba besar tus labios para sentir... Cien años de Soledad.

Gabriel García Márquez

viernes, 9 de septiembre de 2016

El momento de los odios.

Ella clavó su mirada en él. Acababan de hacerlo una vez más. Sus cuerpos, jóvenes, relajados y sudorosos, se entrelazaban como una madeja sobre la cama mojada, con los restos de los gemidos todavía rebotando por las paredes de la habitación, mientras afuera el mundo detenía su avance en honor a los amantes infinitos.

En el claroscuro, su mirada permanecía inmóvil y fija en los ojos de él, paralizada, como si se sintiera incrédula o avergonzada, tal vez culpable.

- Ahora llega el momento de los odios –dijo sonriendo, consciente de que el hoyuelo que su comisura formaba con su carrillo le dotaba de un aire todavía infantil pese a rozar la treintena.

- ¿El momento de los odios? – pregunté, entreabriendo los ojos- ¿Qué es eso?

- Pues lo de siempre; cuando después de hacer el amor, uno se va para un lado y el otro para otro antes de quedarse dormidos –respondió mientras su sonrisa se marcaba todavía más en su mejilla izquierda.

- Je –arrojé una risa cómplice-, ¿tú crees? –pregunté mientras pensaba para mí “¡qué tía más rara!”.

Ella se movió, desmadejando y separando sus brazos y piernas de las mías, volviéndose hacia el borde de la cama y acomodándose lejos, como si buscara el lado más frío de la almohada trasladándose a la cama de otro. Un espacio de unos pocos centímetros hechos leguas quedó desierto entre los dos cuerpos, como metáfora diminuta de lo que un día futuro sería su vida en común.

- ¿Ves? –preguntó ella, con tono burlón- Este es el momento de los odios, en el que el amor deja paso a otra cosa. No es odio, pero casi.

- Ya veo –respondí-, y eso, ¿es así siempre?

El silencio fue su respuesta. Largo, denso, expandiéndose como una mancha de aceite de la que brotan preguntas como burbujas a punto de estallar.

Aquel puente levadizo entre nuestras almas amenazaba con abrir un universo infinito de dudas que entonces no estaba dispuesto a explorar. Me giré y me abalancé sobre ella, acoplándome a su espalda hasta que no hubo separación alguna de nuevo entre ambos cuerpos. Ella no opuso resistencia. Esa tarde no había momento para los odios.