Juan Carlos Monedero
Contaba Jesús Ibáñez la historia de un monje zen que quiso dar la última lección a su discípulo. Después de años aprendiendo a diferenciar entre la verdad y la mentira, el aprendiz llegó a la sala de meditación y vio cómo el maestro ponía una vara sobre su cabeza. El anciano habló: “Si me dices que esta vara es falsa, te daré con ella en la cabeza. Si me dices que es verdadera, te daré con ella en la cabeza. Si guardas silencio, te daré con ella en la cabeza”. El miedo se abatió sobre el joven monje. No tenía mucho más remedio que asumir el golpe. La cercanía del castigo, la certeza de que la sentencia dependía de su respuesta y la propia sorpresa lo postraron a los pies del maestro en una actitud de total sumisión.
Una estaca pende sobre la cabeza de los que vivimos en este país interrogado que llamamos España. Nuestra sala de meditación muestra, por un lado, melancolía, miedo, resignación y frustración. Son los que esperan el golpe. Por otro, rabia, odio, oportunismo y seguridad. Son los que creen en las bondades del castigo. El bastón está firme en las manos de los respectivos maestros. Lo son precisamente por tenerlo en sus manos. Arrodillados, esperamos el castigo.
En el mismo momento en que se discute que los trabajadores tienen que alargar su vida laboral, cuando cobrar una pensión será más dificultoso o habrá que pagar más por los servicios, conocemos que un banco ganó casi 9.000 millones de euros. Los mismos que remuneran los depósitos con intereses que apenas cubren la inflación, que han sido inflexibles con los que no han podido cubrir las hipotecas, los mismos que han justificado con la crisis la necesidad de aumentar los costos de la intermediación bancaria o despidos de trabajadores, los que han negado créditos a pequeños empresarios que se la jugaban todo en ese préstamo, resulta que han vuelto a repetir resultados espectaculares. Menos mal, nos dicen. De lo contrario, sería aún peor.
Al tiempo que observamos cómo la cifra de parados supera los cuatro millones de almas, cuando un millón ya no recibe ningún tipo de ayuda, vemos acuerdos secretos entre partidos para repartirse el botín de la gerencia de una gran caja de ahorros, enredos apenas clarificados gracias a un oportuno micrófono abierto que ayuda a diferenciar entre hijoputas del mismo grupo de presión y adversarios ideológicos de lo que, al fin y al cabo, parece ser también el mismo grupo de presión, eso sí, presentados en diferentes envoltorios que garanticen que, en cualquier caso, el resultado no tendrá sorpresas.
Los trabajadores ven endurecer sus condiciones laborales, y el presidente de la patronal, todo un dechado de virtudes, insiste sin que le tiemble la voz en que la solución no pasa por que los empresarios paguen impuestos, cumplan sus compromisos o contraten y facturen legalmente, sino por acercar las condiciones laborales a las de hace un par de siglos.
Un presidente regional dice que hay que mover el Gobierno de Zapatero, eso sí, después del semestre europeo –cuyo éxito medimos por la cercanía del beso de Obama a la comisura de los labios de la vieja Europa– y la intelectualidad guerrista propone una grosse koalition entre el PSOE y el PP como particular estrategia para que parezca que todo cambia sin mudar de sitio.
España, dicen los eternos sabios –los mismos que han hundido la economía mundial pero tienen la virtud de gozar de frágil memoria– está en riesgo. La vara pende sobre nuestras cabezas. Cualquier persona responsable sabe que no se puede hacer nada. ¡Son los datos, estúpido! Negar la complejidad de los problemas es una frivolidad. Los partidos políticos nos recuerdan la necesidad de ser responsables: esto es lo que hay. La lógica del sistema no permite cambios sencillos.
La Constitución de 1978 reforzó a los partidos en un país que salía de un régimen donde ser demócrata era delito. Los partidos políticos suelen ser heroicos en la clandestinidad y, con frecuencia, vulgares en la legalidad. La gobernanza, esa nueva palabra que quiere lavarle la cara a la malhadada gobernabilidad, asume el descrédito de los partidos y la dejación del Estado social e invita a la sociedad civil a gestionar lo público. Pero ningún individuo, ninguna ONG o movimiento social tiene los recursos y habilidades de lobbies y grandes empresas. Se acerca el golpe de la inevitable vara.
¿Todo es muy complicado? De acuerdo. Busquemos entonces cambios complicados. Complicados de verdad. Compliquemos esta lógica política que nos ata de pies y de manos. El “que se vayan todos” puede formar pronto parte de nuestro paisaje político. Un verdadero problema. Y hay muchas razones para perder el respeto a nuestros partidos políticos. El conservadurismo hispano, fiel a sus intereses, a sus odios bien construidos, al regalo, único en Europa, de haberles permitido ser demócratas sin haber sido antifascistas, se mueve con soltura en la sala donde la amenaza del castigo sobrevuela nuestras cabezas. Improvisaciones, mentiras, ocultamientos de otros sectores les ayudan. Va siendo hora de levantar todas las caretas.
En el salón de la meditación, el aprendiz titubea. Ante tamaña disyuntiva, la única solución pasa por quitarle la vara al maestro y dictar nuevas reglas. Sin nuevas normas, sólo resta esperar el golpe. “Cuando algo es necesario e imposible –decía Ibáñez–, hay que inventar otra dimensión”.
En democracia, los partidos políticos son necesarios. Pero cada vez es más evidente que no necesitamos diferentes combinaciones de los mismos partidos, sino, precisamente, otros partidos políticos. A poder ser, un poco antes de que se vayan todos.
Contaba Jesús Ibáñez la historia de un monje zen que quiso dar la última lección a su discípulo. Después de años aprendiendo a diferenciar entre la verdad y la mentira, el aprendiz llegó a la sala de meditación y vio cómo el maestro ponía una vara sobre su cabeza. El anciano habló: “Si me dices que esta vara es falsa, te daré con ella en la cabeza. Si me dices que es verdadera, te daré con ella en la cabeza. Si guardas silencio, te daré con ella en la cabeza”. El miedo se abatió sobre el joven monje. No tenía mucho más remedio que asumir el golpe. La cercanía del castigo, la certeza de que la sentencia dependía de su respuesta y la propia sorpresa lo postraron a los pies del maestro en una actitud de total sumisión.
Una estaca pende sobre la cabeza de los que vivimos en este país interrogado que llamamos España. Nuestra sala de meditación muestra, por un lado, melancolía, miedo, resignación y frustración. Son los que esperan el golpe. Por otro, rabia, odio, oportunismo y seguridad. Son los que creen en las bondades del castigo. El bastón está firme en las manos de los respectivos maestros. Lo son precisamente por tenerlo en sus manos. Arrodillados, esperamos el castigo.
En el mismo momento en que se discute que los trabajadores tienen que alargar su vida laboral, cuando cobrar una pensión será más dificultoso o habrá que pagar más por los servicios, conocemos que un banco ganó casi 9.000 millones de euros. Los mismos que remuneran los depósitos con intereses que apenas cubren la inflación, que han sido inflexibles con los que no han podido cubrir las hipotecas, los mismos que han justificado con la crisis la necesidad de aumentar los costos de la intermediación bancaria o despidos de trabajadores, los que han negado créditos a pequeños empresarios que se la jugaban todo en ese préstamo, resulta que han vuelto a repetir resultados espectaculares. Menos mal, nos dicen. De lo contrario, sería aún peor.
Al tiempo que observamos cómo la cifra de parados supera los cuatro millones de almas, cuando un millón ya no recibe ningún tipo de ayuda, vemos acuerdos secretos entre partidos para repartirse el botín de la gerencia de una gran caja de ahorros, enredos apenas clarificados gracias a un oportuno micrófono abierto que ayuda a diferenciar entre hijoputas del mismo grupo de presión y adversarios ideológicos de lo que, al fin y al cabo, parece ser también el mismo grupo de presión, eso sí, presentados en diferentes envoltorios que garanticen que, en cualquier caso, el resultado no tendrá sorpresas.
Los trabajadores ven endurecer sus condiciones laborales, y el presidente de la patronal, todo un dechado de virtudes, insiste sin que le tiemble la voz en que la solución no pasa por que los empresarios paguen impuestos, cumplan sus compromisos o contraten y facturen legalmente, sino por acercar las condiciones laborales a las de hace un par de siglos.
Un presidente regional dice que hay que mover el Gobierno de Zapatero, eso sí, después del semestre europeo –cuyo éxito medimos por la cercanía del beso de Obama a la comisura de los labios de la vieja Europa– y la intelectualidad guerrista propone una grosse koalition entre el PSOE y el PP como particular estrategia para que parezca que todo cambia sin mudar de sitio.
España, dicen los eternos sabios –los mismos que han hundido la economía mundial pero tienen la virtud de gozar de frágil memoria– está en riesgo. La vara pende sobre nuestras cabezas. Cualquier persona responsable sabe que no se puede hacer nada. ¡Son los datos, estúpido! Negar la complejidad de los problemas es una frivolidad. Los partidos políticos nos recuerdan la necesidad de ser responsables: esto es lo que hay. La lógica del sistema no permite cambios sencillos.
La Constitución de 1978 reforzó a los partidos en un país que salía de un régimen donde ser demócrata era delito. Los partidos políticos suelen ser heroicos en la clandestinidad y, con frecuencia, vulgares en la legalidad. La gobernanza, esa nueva palabra que quiere lavarle la cara a la malhadada gobernabilidad, asume el descrédito de los partidos y la dejación del Estado social e invita a la sociedad civil a gestionar lo público. Pero ningún individuo, ninguna ONG o movimiento social tiene los recursos y habilidades de lobbies y grandes empresas. Se acerca el golpe de la inevitable vara.
¿Todo es muy complicado? De acuerdo. Busquemos entonces cambios complicados. Complicados de verdad. Compliquemos esta lógica política que nos ata de pies y de manos. El “que se vayan todos” puede formar pronto parte de nuestro paisaje político. Un verdadero problema. Y hay muchas razones para perder el respeto a nuestros partidos políticos. El conservadurismo hispano, fiel a sus intereses, a sus odios bien construidos, al regalo, único en Europa, de haberles permitido ser demócratas sin haber sido antifascistas, se mueve con soltura en la sala donde la amenaza del castigo sobrevuela nuestras cabezas. Improvisaciones, mentiras, ocultamientos de otros sectores les ayudan. Va siendo hora de levantar todas las caretas.
En el salón de la meditación, el aprendiz titubea. Ante tamaña disyuntiva, la única solución pasa por quitarle la vara al maestro y dictar nuevas reglas. Sin nuevas normas, sólo resta esperar el golpe. “Cuando algo es necesario e imposible –decía Ibáñez–, hay que inventar otra dimensión”.
En democracia, los partidos políticos son necesarios. Pero cada vez es más evidente que no necesitamos diferentes combinaciones de los mismos partidos, sino, precisamente, otros partidos políticos. A poder ser, un poco antes de que se vayan todos.
Juan Carlos Monedero es profesor de Ciencia Política de la Universidad Complutense de Madrid
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