sábado, 30 de octubre de 2010

Sobre la dependencia del petróleo.

El Video Que BP, No Quiere Que Veas. from Teotl Nahualli on Vimeo.

Fragilidad



Fragilidad del silencio, fragilidad de la calma, fragilidad de la vida, fragilidad del amor, de la memoria, de la fe, del contrato de trabajo, de nuestra voz... todo es frágil, dotado de una extrema debilidad que en cualquier momento nos puede dejar solos. Y sin embargo nos esforzamos en crearnos una ficticia seguridad mental. Para no volvernos locos, para tener valor de enfrentarnos a la incertidumbre.


Otras cosas no son tan frágiles: el miedo, el rugido de los cañones, la oscuridad, el ruido, el temor a estar sin ti, las fronteras de acero para hombres y de humo para el capital, la rutina... tantas cosas.

Yo soy frágil como un cristal si el recuerdo se va y ya no ríe conmigo. Necesito pensar que quizá no sea tan frágil tu costumbre de amarme, mi fe, tu voz y tu memoria, quizá no sea indestructible el trueno del fusil, tanto dolor, la burbuja que encierra este grito y este temor, a saberme perdido, a perderte y perder la razón.

viernes, 29 de octubre de 2010

De hospitales.

Llegas al hospital, anuncias que has llegado, te sientas. Echas una mirada fugaz alrededor y de nuevo clavas la mirada en el suelo. Esperas. Captas una conversación lejana que te distrae unos segundos, te sientes reconocido en lo que escuchas. Esperas. Vuelves a mirar a tu alrededor, unos ojos te buscan, te encuentran y te regalan una de esas miradas que hablan por sí solas: "sí, yo también estoy aquí, te reconozco como igual, como jodido paciente jodido, sé lo que pasa por tu cabeza y tú por la mía, ojalá no estuviéramos aquí". Esperas. Sonidos de máquinas que te recuerdan dolor y miedo. Esperas. Olor, ese maldito olor que te impide cerrar los ojos, abstraerte e imaginarte fuera de esta sala. Esperas. Silencio, ese silencio tan propio de las personas que se saben enfermas e impotentes y esperan que alguien les dé una cura como un milagro. Espera y más espera.

Hay ciertas ocasiones en que uno se ve obligado a pasar por situaciones desagradables en contra de su voluntad. Hace un tiempo tuve que ir al hospital, haciendo la vez de acompañante de un familiar, lo cual me permitió abstraerme un poco de la situación y darle al coco de manera diferente a como lo hace un paciente directo. Ello me sirvió para tomar conciencia, reflexionar y animarme a escribir sobre el tema; en definitiva, me sirvió para decidirme a contar, desde la distancia que me otorga el hecho de no ser el afectado directo, aunque cercano, las sensaciones tan múltiples y diversas, frecuentemente calladas por dolorosas, que se viven en esos lugares.

Antes de continuar quiero hacer una declaración de principios: odio la palabra “paciente”. La odio porque a mi modo de ver es un vocablo que sirve para ocultar una condición natural –la palabra “persona”, que hace alusión a un ser vivo pensante y sensible- y sustituirla por otro término –“paciente”- que va acompañado de una menor carga emotiva y por lo tanto más vacía de sentido, de fuerza perlocutoria[1]. Yo reivindico siempre la fuerza de las palabras, y desde aquí quiero señalar que cada vez que sale de mis dedos la expresión “paciente” para referirse a un sujeto en tratamiento médico –no a uno que espera o que tiene paciencia- , lo hace para adoptar la acepción de “persona que padece”, con toda la connotación y carga emotiva que va potencialmente ligada a la palabra “persona”. Por supuesto, parece lógico que decir “persona que padece” conlleva asumir una carga emotiva mucho mayor, pero me veo obligado a insistir en esto porque no hago más que ver, cada vez que voy a un centro médico, que se habla de pacientes como si fueran cosas, y nada más lejos de la realidad. Ya está bien de deshumanizar el ambiente.

Retomando el tema inicial, cuando llegué a la sala de espera del hospital me senté y me puse a observar lo que ocurría a mi alrededor. A escuchar, a oler y a palpar ese ambiente frío y seco de hospital, ese ambiente del que nadie habla pero del que todos, en un momento u otro, nos vemos obligados a participar a lo largo de nuestra vida, directa o indirectamente. Ciertamente es en momentos como ese cuando te das cuenta de que es muchísimo más lo que nos une que lo que nos separa, que todos actuamos de manera parecida, que sin nuestra carcasa todos somos iguales bajo el sol. Como corderitos esperando en la cola para el matadero, los diferentes sujetos se agolpan, a veces casi hacinados[2], en diferentes salas, ocupando asientos de dudosa comodidad a la espera de la maldita llamada que les dirija hacia la jaula-consulta que les haya correspondido. En esos momentos fríos, decía, paradójicamente se producen gestos cálidos, quizás de los pocos que se dan en la vida social que nazcan de la mano con la más absoluta sinceridad, la que nace del miedo, de la complicidad y de la necesidad de compañía de otros ante situaciones traumáticas y dolorosas. Esa necesidad de compañía, de comprensión, nace de una sensación irremediable: la soledad del paciente. Esa soledad es tan dura como difícilmente solucionable o paliable. Hay quien dirá que estoy exagerando o hablando por mí, que hay pacientes que no están solos porque tienen familiares y allegados que los acompañan en todo momento. Pero no hablo de compañía física, no hablo del verbo “estar” solo, sino del “sentirse” solo. El paciente “está” –se siente- solo en su condición de enfermo, y por mucho que sus acompañantes quieran hacerle más llevadera la situación y ponerse en su lugar, jamás podrán hacerlo del todo, porque no son ellos los enfermos, no son ellos a los que les ha tocado esa maldita lotería, lo que hace verdaderamente difícil para los que lo rodeamos conseguir que no nazca en el “paciente” / “persona que padece” un cierto sentimiento, quizás egoísta, de soledad. Al mismo tiempo y paradójicamente, es esa soledad egoísta del paciente la que crea, a su vez, otro sentimiento de soledad cruel en la piel de su acompañante o cuidador, cuánto más doloroso si se trata de un familiar. Pocas cosas hay más difíciles que ser el acompañante, el copiloto de un viaje que, a unos más y a otros menos, marcará y afectará de manera irreversible. Pero eso es un asunto que trataremos en otro momento, volvamos al protagonista de este escrito, volvamos al “paciente”. Como decía, es esa gélida soledad del “paciente” la que explica las miradas de las salas de espera de un hospital, casi únicas, sólo comparables con las de presos en campos de concentración; ojillos que se asoman de entre la maleza del miedo y la tristeza buscando cómplices en esa maldita espera que transcurre lenta hacia no se sabe qué. Las caras, pálidas y tensas, demuestran el frugal sueño de la noche previa. El silencio, sólo quebrado por las escasas conversaciones farfulladas entre aquellas personas que tienen la desgracia de compartir el plus de la antigüedad por aquéllos lares - y que por tanto han tenido el tiempo suficiente de conocerse - se expande como la peste por entre las baldosas y nos impide acallar los pensamientos propios, tan dañinos a veces.

Aunque, sin embargo, quizás lo más irritante sea otro aspecto que es externo al “paciente”: el trato de algunos trabajadores del hospital hacia las “personas que padecen”. No necesariamente por mala voluntad, raras veces ese trato tiene en cuenta los sentimientos de tremenda vulnerabilidad del “paciente” y le da una respuesta adecuada. Es cierto que en ocasiones te topas con una persona decente, aunque por mi experiencia y la de mis allegados, no es lo más común. Por desgracia, lo más frecuente es que tengas que lidiar con malnacidos que tratan al “paciente” de manera áspera y ruda (suerte de mezcla de brusquedad y de desconsideración o dejadez, que se materializa en gestos como dejar puertas de consultas abiertas a mitad de exploración, en el entrar y salir de absolutos desconocidos mientras estás tratando de mantener la calma o a la espera de algunos resultados médicos más o menos relevantes, en llamadas a gritos para “invitar”, casi debería decir ordenar, al “paciente” a entrar en la consulta, etc.)[3]. Otra posibilidad bastante frecuente es que el sujeto se tope con personal del hospital que toma al “paciente” por imbécil y le habla como si se dirigieran a un bebé de 2 meses -aseguro que algunos clavan el tonillo y dan ganas de ahorcarlos con su propio estetoscopio por cretinos-. A los “pacientes”, perdón, a las “personas que padecen”, debería permitírseles llevar pistola; seguro que así se lograría equilibrar la balanza de la sensación de vulnerabilidad que sufren tantos usuarios de la sanidad, ya sea pública o privada. Seguro que quien ha sido atendido en un hospital sabe a lo que me refiero.

Pero ante todo este dolor, angustia y resignación, es necesario darse cuenta de que hay también esperanza. Si no, ¿qué sentido tiene pasar por semejante calvario? Pese a todo lo que he expuesto hasta ahora, esto fue lo que me impulsó a escribir este artículo: la esperanza. Si bien estoy seguro de que hay ocasiones en que uno no sabe por qué quiere tratarse, ya sea por escasa probabilidad de curación o por escasa probabilidad de que ésta alargue la vida lo suficiente como para que merezca la pena el proceso curativo. Supongo que cada uno se aferra a la vida primero por instinto y, más tarde, porque encuentra un buen motivo para seguir en la lucha del día a día. Sería bonito que fuese suficiente con acordarse de esa frase de la película Martín Hache en la que Eusebio Poncela se dirige a Juan Diego Botto y le dice: “siempre hay que seguir, aunque sólo sea por curiosidad”. Pero no siempre es así, y menos cuando el dolor o la desesperanza se convierten en tus compañeros diarios de viaje. Así que dejo abierto el final de este escrito; si alguien que se lo haya leído tiene alguna respuesta o propuesta que responda a la duda que he planteado, por favor que no dude en compartirla, quizás así nos sintamos menos solos en este viaje hacia Ítaca[4].




NOTAS

[1] La fuerza perlocutoria es la que produce una respuesta en el receptor a partir de un enunciado. Así tenemos:

[La ventana está abierta y hace bastante frío]

A: ¡Qué frío hace!

[Entonces B se levanta y cierra la ventana]

La fuerza perlocutoria es la que produce el efecto de que B se levante y cierre la ventana, porque comprende que ese es el deseo de A. Pretende provocar un efecto sobre el interlocutor (sorprenderlo, convencerlo, asustarlo...).

En el caso del trato hospitalario, referirnos a una “persona que padece” nos implica, nos afecta y nos pone en su situación. Es una persona como nosotros. En cambio, referirnos a un “paciente”, con la rebaja de sentido y fuerza emotiva y perlocutoria que conlleva, parece que nos limita a procurar su cura, pero no nos implica a la hora de ponernos en su lugar y tratar de proporcionarle bienestar físico o mental.

[2] Así es hoy la sanidad pública, para unas cosas mucho mejor que la privada pero en otras ha de mejorar severamente -lo cual, quede claro, no es pretexto para decir bobadas del tipo de que la sanidad pública no funciona, que es mejor la privada y chorradas por el estilo-.

[3] Este aspecto del trato que reciben comúnmente los usuarios de la sanidad en España fue reflejado perfectamente en un corto, “El parto es nuestro”, que formó parte del proyecto “Hay motivo”, el cual fue realizado en 2004 para promover el no-voto al Partido Popular (http://refugiocranko.blogspot.com/2010/05/es-por-tu-bien.html).

[4] Referido al poema “Ítaca”, de Konstantínos Kaváfis.

jueves, 28 de octubre de 2010

Contra el olvido: volvemos a Iraq.

Festival destinado a la recogida de fondos para que el abogado de la familia Couso pueda viajar con el juez que instruye el caso a Iraq.

miércoles, 27 de octubre de 2010

Esta no es la vida privada de Javier Krahe

Este documental dividido en 9 partes es una pequeña muestra del quehacer cotidiano de Javier Krahe, ejemplo en extinción de músico bohemio y uno de los mejores, si no el mejor, letrista de nuestro país. Su estilo característico no tiene muchos imitadores; sus músicas y letras irónicas y satíricas forman un estilo original y único, por lo que a día de hoy no parece que existan muchos candidatos a tomar el relevo al cantautor madrileño.

















martes, 26 de octubre de 2010

Reality

In love, nothing exists between heart and heart.
Speech is born out of longing,
True description from the real taste.
The one who tastes, knows;
the one who explains, lies.
How can you describe the true form of Something
In whose presence you are blotted out?
And in whose being you still exist?
And who lives as a sign for your journey?

Rabia al Basri

Polarización social y pensiones

Vicenç Navarro

Público

La enorme concentración de la riqueza (tanto de la renta como de la propiedad) que ha ocurrido en la mayoría de países de la OCDE (incluida España) ha generado un debate en muchos de aquellos países que no ha aparecido en los mayores medios de difusión españoles. El tema que sí que ha aparecido mucho en nuestros medios ha sido la supuesta insostenibilidad del futuro de las pensiones, que ha originado la propuesta del Gobierno español de retrasar la edad de jubilación. Pero de concentración de las rentas y de cómo esta concentración está afectando al futuro de las pensiones no se ha escrito nada en los cinco rotativos de mayor difusión del país. Repito, nada.

No así en EEUU. En aquel país ha existido un debate muy intenso en varios diarios, incluidoThe New York Times. En EEUU, como también en España, las fuerzas conservadoras y liberales están subrayando que la transición demográfica hace inviable el futuro de las pensiones, a no ser que se retrase la edad de jubilación. Muchas de estas fuerzas están incluso proponiendo que la edad obligatoria de jubilación se retrase a los 70 años.

Las izquierdas, sin embargo, no están aceptando tal argumento y propuesta. Y están centrando su atención en la escandalosa concentración de las rentas que se ha ido produciendo en aquel país durante los últimos 30 años, consecuencia de las políticas neoliberales iniciadas por el presidente Reagan en EEUU y desarrolladas más tarde por la mayoría de los gobiernos de la OCDE, incluidos aquellos gobernados por partidos de raíces socialdemócratas, muchos de los cuales se han transformado en partidos socioliberales. En EEUU, el 1% de la población que tenía el 8% de la renta nacional en los años setenta ha pasado a tener el 24% en el año 2009.

El lector se preguntará: “¿Y qué tiene esto que ver con la viabilidad del sistema de pensiones públicas?”. Pues la respuesta es que tiene mucha relación. El sistema de financiación de la Seguridad Social es sumamente regresivo: es decir, cuanto más rica es la persona, menos paga (en términos proporcionales) a la Seguridad Social. Bill Gates, uno de los ciudadanos estadounidenses más ricos del mundo, paga 6.622 dólares a la Seguridad Social, prácticamente la misma cantidad que paga un empleado medio de su empresa. En EEUU (como en España), la carga impositiva para la Seguridad Social tiene un umbral (en EEUU es de 106.800 dólares) por encima del cual no se pagan impuestos para financiar las pensiones públicas. Monique Morrissey, del Economic Policy Institute (uno de los centros de investigación económica más reputados de Washington) ha calculado que eliminando gradualmente tal umbral –de manera que cada año se aumentara un 2%, hasta llegar a cubrir el 90% de la renta del contribuyente– se cubriría un tercio del déficit proyectado para el año 2040. Si en lugar de hacer el cambio gradualmente se hiciera inmediatamente, los fondos recogidos eliminarían aquel déficit completamente.

El hecho de que todo el debate en España (uno de los países de la OCDE, junto con EEUU, que tiene mayores desigualdades de renta) se centre en alargar obligatoriamente la edad de jubilación, en lugar de en aumentar la progresividad en la financiación de la Seguridad Social, se debe a que el sector de la población de rentas altas en España tiene mucho más poder político y mediático en nuestro país que el ciudadano normal y corriente. En realidad, la visibilidad mediática y política de una política pública tiene menos que ver con los méritos de tal propuesta que con las cajas de resonancia mediática de que goza. Véase, como ejemplo, el contraste en la exposición que tienen en los medios las medidas de austeridad y recortes de derechos sociales y laborales frente a las necesarias y urgentes reformas fiscales que se requieren para mejorar la capacidad recaudatoria del Estado y su progresividad.

Existe otra consecuencia de la creciente polarización de las rentas sobre las pensiones, de lo que tampoco se habla en el debate sobre las pensiones en España. La propuesta de retrasar obligatoriamente la edad de jubilación para toda la población que trabaja discrimina a las personas de baja cualificación y rentas bajas a costa de las rentas altas y medias-altas. Así, en EEUU una persona perteneciente al 5% de la población, la de mayor renta, vive 15 años más que una persona perteneciente al 5% inferior. En realidad, mientras la esperanza de vida de los ricos ha aumentado cinco años durante el periodo 1980-2009, la de las personas de rentas inferiores ha aumentado sólo un año (y entre las mujeres de este grupo de rentas el aumento ha sido incluso menor). Es un enorme error que no se permita a las personas con trabajos poco satisfactorios y estresantes jubilarse antes (en España el número de trabajadores que indica que su trabajo es estresante ha subido en los últimos 20 años de un 32% a un 48%. De ellos, el 68% realiza trabajos poco cualificados). Como también es un enorme error forzar obligatoriamente a personas altamente cualificadas a que se jubilen a los 65 ó 67 años, cuando todavía están en plena actividad intelectual. La pensión debería ser un derecho, no una obligación. De ahí que a las personas que gozan de su trabajo y que vivirán más años que las personas con bajas cualificaciones que vivirán menos, debería permitírseles retirarse más tarde de la edad obligatoria, si así lo desean.

Pero además de ser un error el retraso obligatorio de la edad de jubilación, es una gran injusticia, pues retrasarla significa en la práctica que los que vivirán menos años trabajen dos años más (algunos incluso piden cinco años más) para pagar las pensiones de los que vivirán más años, sobreviviéndoles incluso 15 años en EEUU y diez en España (en la UE-15 son siete años). Estas son las consecuencias que la polarización de las rentas tiene en la financiación y en la equidad del sistema de pensiones, de lo cual apenas se habla en nuestro país.


Vicenç Navarro es catedrático de Políticas Públicas de la Universidad Pompeu Fabra y profesor de Public Policy en The Johns Hopkins University

sábado, 23 de octubre de 2010

El supuesto intento de agresión a Rosa Díez en la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad Complutense

Tras la visita que Rosa Díez realizó esta semana a la Facultad de ciencias Políticas y Sociología de la UCM, numerosos fueron los medios que dedicaron más o menos espacio a relatar, a su manera, lo sucedido en la famosa facultad. Desde la derecha, una vez más, llegaron curtidos sus perros de presa, adiestrados fotógrafos a la caza de la imagen más morbosa que sirva de arma arrojadiza contra su tan odiado estudiantado de izquierdas, para su desgracia abrumadora mayoría en esta facultad. Desde la izquierda, la respuesta ha sido, por fin, digna respuesta - diarios como Público o informativos televisivos han dedicado espacio a cubrir la noticia de manera más o menos objetiva- a la calumniosa, casi vergonzante, estrategia que sistemáticamente lanza la derecha mediática a la hora de hablar de la Facultad, pues no se cortan un pelo a la hora de hablar de terroristas, "perroflautas" y demás fauna antisistema -verdadero terror debe producirles esta gente por el afán que ponen en su estigmatización- poniendo en práctica aquello de "calumnia, que algo queda". Un ejemplo de los numerosísimos que podemos encontrar se ve hoy en el diario El Mundo.

Es de sobra conocido que la Diputada por UPyD gusta de visitar la Facultad de Ciencias Políticas aun a sabiendas de la poca popularidad de la que goza entre sus estudiantes. No nos debe sorprender, pues esa es su estrategia: utilizar su presencia -previamente anunciada a sus medios afines- como señuelo para despertar las iras de los estudiantes y, gracias a la mala gestión de éstos -y a alguno pasado de rosca también, por qué no decirlo-, salir en los medios, como ha pasado en sus visitas anteriores. Pues ya se sabe que la señora Rosa Díez, ante la flagrante carencia de proyecto político y falta de programa de su partido, no conoce otra manera de hacerse ver que recurriendo a la provocación, tal como se vio durante su intervención en la conferencia, a lo largo de la cuál llegó a arremeter no ya contra los estudiantes que se habían manifestado en su contra, sino también contra el Decano de la Facultad por considerar que daba demasiada libertad de expresión a los primeros. Sin embargo, esta vez los estudiantes estaban preparados y organizados contra las ansias de victimismo de Rosa Díez, y pusieron especial empeño en llevar a cabo una protesta que, sin perder ni un ápice del sentido de la misma, no dejara espacio a posibles acusaciones de violencia o supuestas agresiones que la derecha mediática había utilizado en otras ocasiones. Y lo consiguieron.





Este es el texto íntegro del comunicado que se le leyó a la Diputada por UPyD en el Congreso:




La señora Rosa Díez repite en nuestra facultad. ¿Por qué?

La señora Rosa Díez vuelve a la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Complutense. Anteriormente visitó esta casa recibiendo una atención moderada e importantes protestas. Tuvo que cancelar su última intentona cuando supo que los estudiantes de la facultad, el año pasado, le esperaban con buenas dosis de humor.

Si ahora repite no es porque tenga ningún interés en los debates o el pensamiento que se produce en esta facultad, ni porque su visita responda a un clamor de estudiantes o profesores. No ha ido a ninguna otra facultad de Madrid, y nunca aparece por aquí salvo en períodos preelectorales o cuando lleva demasiadas semanas sin aparecer en televisión.

Conviene decir de manera nítida la razón de su visita: La señora Rosa Díez es una oportunista que utiliza nuestra facultad como trampolín mediático. Pone un pie en esta casa deseando provocar protestas que le permitan recuperar algo de presencia mediática, y renovar el estatus de “víctima y heroína de la democracia” que es el único capital político que puede ostentar.

La señora Rosa Díez dice venir a hablarnos de “regeneración de la democracia”. Suponemos que se refiere a esa democracia que se ha ido vaciando conforme ha ido dejando fuera de su campo de actuación los derechos sociales al trabajo, la vivienda, el medioambiente, la educación, la sanidad o la cultura. No se extrañe usted, señora Rosa Díez, demócrata con medallas, que la participación política de los jóvenes disminuya a medida que ustedes hacen cada vez más irrelevante la política institucional.

En cualquier caso, si por “democracia” la señora Rosa Díez entiende la competencia electoral, permítanos recordarle que tras su visita dijo que quienes le abuchearon fueron grupos minoritarios y radicales. Lo segundo sí lo somos, señora Rosa Díez, pues creemos que los problemas se solucionan yendo a su raíz, y que sentarnos a esperar es un suicidio. Pero minoritarios, señora Rosa Díez, le va a costar demostrar que seamos: sepa usted que los estudiantes de izquierdas que rechazaron entonces su presencia fueron la primera fuerza en las pasadas elecciones a Junta de Facultad. De esta facultad a la que usted viene en busca de unos segundos en el telediario.

Es probable que nos hable usted de la “libertad de expresión”, señora Rosa Díez. Nosotros sabemos lo que es eso porque lo hemos leído, pero rara vez la hemos experimentado. Y es que hoy ese derecho, como muchos otros, dependen del dinero que se tenga. A usted, por ejemplo, para sus soflamas nacionalistas y chauvinistas españolas, nunca le falta la atención de las empresas de medios de comunicación. A nosotros, mientras tanto, nos es casi imposible acceder a esos mismos medios de comunicación, para defender la universidad pública, denunciar la precariedad vergonzante o reivindicar el acceso a una vivienda digna. Por esa razón usted, con su flamante libertad de expresión a golpe de talonario y favores de los poderosos, puede llamarnos a nosotros “antisistema” –esa categoría policiaca para designar a los que no se resignan- y nosotros, para contestar, tenemos serias dificultades. Derecho de acceso, se llama. También se compra, como su escaño.

Usted, señora Rosa Díez, ha venido a esta facultad implorando protestas, gritos y, a poder ser, algún empujón entre sus escoltas y los estudiantes, para fingir otro mareo y hasta puede que desmayarse si los pilotos rojos de las cámaras de televisión están encendidos. Pero con nosotros no cuente. A usted eso le parece valentía democrática, y a nosotros un uso despreciable, clientelar y oportunista de la universidad pública. No nos esperábamos otra cosa. Por eso, para una amplia mayoría de estudiantes de esta facultad, usted no es bienvenida y nos gustaría que no viniese nunca más.


Si te parece que la visita de Rosa Diez a nuestra facultad es poco oportuna y oportunista, recibela con una tarjeta roja.

El próximo Jueves 21, a las 11:45 (el acto empezará a las 12:00), en el salón polivalente de la facultad de Ciencias Políticas y Sociología UCM.

Las tarjetas rojas se distribuiran antes del acto.

lunes, 18 de octubre de 2010

El retorno de la personalidad autoritaria.

JOSÉ LUIS ÁLVAREZ - EL PAÍS 18/10/2010

Las condiciones materiales origen de los alineamientos electorales de las últimas décadas están cambiando. Tres son los factores objetivos principales que están modificando las emociones políticas básicas. Primero, el desempleo de sectores crecientes de la población, sin perspectiva, para un porcentaje importante de la misma, de retorno a la actividad laboral; por tanto, miedo sobre los medios de subsistencia, como nunca desde las crisis de la primera mitad del pasado siglo. Segundo, desconcierto de las políticas precisas para generar empleo; por consiguiente, desesperanza sobre el futuro, focalizada en el desprestigio del Estado, el principal instrumento de acción política progresista. Tercero, certeza de que la crisis no afecta a los estratos más privilegiados, cuando parte de ellos, como su sector financiero, han sido causa de la misma; en consecuencia, sentimiento de injusticia y marginalización.

Este realineamiento de factores objetivos y subjetivos está teniendo consecuencias electorales. En primer lugar, quien gobierna pierde las elecciones, como si los votantes, supersticiosos y enrabietados, sustituyeran a los Gobiernos, más como un castigo indiferenciado a las élites que como una elección racional entre alternativas, lo que indica que la división derechas-izquierdas, tan estable por décadas, ya no es tan sólida. Se cierne un nuevo fin de las ideologías. El anterior, conceptualizado por la sociología de los sesenta, iba a ser gestionado por el Estado. El actual, todavía no teorizado, está siendo dominado por el mercado global. Pero existe una asimetría: en los casos en que la izquierda retiene el poder (España, Portugal) o accede al mismo (Grecia, Irlanda), implementa políticas liberales, mientras la derecha donde gobierna lo hace de acuerdo con sus postulados.

La segunda consecuencia es el asomo en Europa de manifestaciones políticas tan antiguas como la última crisis económica de magnitud semejante a la actual: la extrema derecha y el populismo. La primera está apareciendo como partido en países donde las barreras de entrada a nuevas formaciones son bajas -como en Italia, Holanda, Suecia y Austria-. En aquellos países donde estas son altas, algunos de sus postulados son cooptados por los partidos conservadores en caso de necesidad electoral, como en Francia. En España, al PP nacional le salen tan bien las encuestas para las generales que no necesita ese recurso. Sí hará uso de él en algunas autonómicas, como las pruebas piloto, de imitación francesa, que está llevando a cabo en Cataluña, el territorio más propicio por la composición de su inmigración reciente. El PP también dejará hacer, sin interferir, a sus medios de comunicación populistas (Rajoy ante un extremismo de derechas haría lo mismo que Eisenhower con McCarthy: nada). Pero la nueva extrema derecha es distinta de la anterior. No hay pretensiones de partido único, de superación simultánea de capitalismo y socialismo, de hipernacionalismo, o de racismo (las expulsiones en Francia fueron una exhibición autoritaria ante la pequeña delincuencia). Se trata de una extrema derecha que emerge como identitaria-cultural, y que encuentra en la expansión demográfica y medievalismo del Islam el enemigo exterior. Por eso, su consolidación definitiva dependerá de si un nuevo papado -el actual trata simplemente de no acabar en fracaso- decide apalancarse en esa fricción para intentar recuperar influencia perdida. Hoy, en Europa, para generalizarse la extrema derecha precisa de un componente religioso, específicamente católico, porque es el único que dispone de una dogmática fuerte que puede contraponerse al islamismo. Por eso también la extrema derecha es más peligrosa siempre en Europa que en Estados Unidos, porque aquí adquiere una fuerza orgánica derivada de alguna comunidad, religiosa o nacional, o mutuamente reforzadas, mientras que el individualismo americano no va más allá de una protesta estridente -le acaba faltando institucionalización-.

Pero existe otra especie política que está acelerando su difusión con la crisis: el populismo. De hecho, este es la versión moderna más exitosa de la derecha. Surge con la descomposición del ciclo liberal en Estados Unidos durante la ascensión de Nixon, quién se presentaba así mismo como el político que más se parecía a sus votantes, olvidados, decía, por la clase política. Su elemento distintivo original fue, por tanto, el anti-elitismo, también clave del éxito de Reagan y de W. Bush (nunca nadie escondió tan bien su elitismo como él). Para que el populismo triunfe se requiere una hegemonía de medios de comunicación que traten la política como espectáculo, y esta ya se da en comunidades como Madrid, donde existe una poblada carrera de cadenas para convertirse en la Fox española. Se necesita un desprestigio de los partidos políticos y sus líderes, y ambos se reflejan en las encuestas. Y se precisa un mínimo de miedo, desesperanza y resentimiento, los desencadenantes de la personalidad autoritaria, y aquí los tenemos.

La psicología política tuvo una de sus líneas fundacionales en el estudio de la personalidad autoritaria y sus consecuencias, tanto en el periodo de entreguerras y sus totalitarismos, especialmente el fascismo, como en sus manifestaciones de guerra fría, como el mcCarthyismo. Las características del tipo psicológico autoritario son el convencionalismo, sumisión a figuras de autoridad, agresividad, superstición, pesimismo sobre la naturaleza humana, cortoplacismo, simplismo en las soluciones a problemas complejos, obsesión con la violencia y el sexo, desconfianza ante el pensamiento no convencional -por ejemplo de artistas y creadores-. Estas emociones encuentran su canalización ideal en los nacionalismos y las religiones, porque ambas son ordenaciones del mundo que derivan de un principio irracional. La personalidad autoritaria se da con mayor frecuencia en los grupos sociales embargados por el miedo, la desesperanza y la marginalidad, precisamente aquellos que nunca deberían ser abandonados por las opciones progresistas. La injusticia económica produce alienación psicológica, y esta alienación política. La crisis económica está fabricando cantidades ingentes de potencial autoritario, de "pesimistas antropológicos", que pueden ser inducidos a aliviar su tensión emocional en hostilidad identitaria (extrema derecha) o en soluciones simplistas a corto (populismo). El dato actual clave para la definición de una estrategia política es por tanto la existencia de una bolsa de tensión psicológica buscando alivio. Hacer política también es hacer trabajo emocional, especialmente en contextos de crisis. Y el criterio principal del tratamiento de las emociones es tratar a los ciudadanos donde están emocionalmente, y no donde idealmente debieran estar. Las pulsiones autoritarias se tratan con mecanismos de compensación que canalizan esas emociones. Las meras descalificaciones las exacerban.

Un mecanismo de autoridad que previene la deriva autoritaria es un liderazgo democrático fuerte. Sin embargo, los socialistas no cuentan con relevos a sus figuras carismáticas (González, Blair, Schroeder), o incluso elitistas, tanto tecnocráticas (Helmut Schmidt) como políticas (Mitterrand). Otra palanca de vertebración para prevenir la conversión de la anomia social en pulsión autoritaria son las organizaciones políticas y sociales, pero el partido socialista está, significativamente, lejos de la capilaridad y números de afiliación del PP, y los sindicatos mayoritarios lo son de los trabajadores menos expuestos a la crisis. Otras agrupaciones, como los grupos activistas en derechos de ciudadanía, ecológicos, etc., carecen de disciplina política (Lenin los llamaría infantiles), son minoritarios y parecen actuar a menudo como grupos de presión, facilitando la acusación populista de elitismo y dogmatismo (Peces Barba publicó hace meses una pieza al respecto en estas páginas). Finalmente, los discursos de los partidos progresistas no han tenido la complejidad precisa que requiere la realidad social más cargada emocionalmente y fácil de manipular por el populismo: la inmigración. Sus discursos sobre ella son todavía demasiado simplistas, emocionales y moralistas (el artículo de Ignacio Sotelo de hace pocos días en este diario es la pieza corta más profunda sobre el tema).

La gran ironía de la política española es que mientras el partido conservador perfecciona habilidades de partido popular, incluso de partido populista, la izquierda se ha des-popularizado. El aumento cuantitativo de los que hoy sienten miedo, desesperanza y marginación no facilitará mayorías de progreso. Al contrario, el retorno de la personalidad autoritaria hace la conexión crisis del capitalismo-voto de izquierdas todavía más difícil.

Jose Luís Álvarez es Doctor en Sociología por la Universidad de Harvard y profesor de ESADE.

El gran carnaval.

Jose A. Pérez

En 1951, Billy Wilder rodó "El Gran Carnaval". Es una de las obras maestras menos conocidas de su filmografía, quizás porque no se trata de una comedia. La película está protagonizada por un periodista alcohólico y vividor, un farsante sin escrúpulos que trabaja en un periodicucho de Nuevo México. Cuando un minero se queda atrapado en una mina, el periodista aprovecha la ocasión para fabricar la noticia del año y, de rebote, la noticia de su vida. Medios de todo el país acuden a Nuevo México a cubrir el suceso… y empieza el Gran Carnaval.

Me pregunto qué pensaría Wilder del remake que, en pleno siglo XXI, se ha montado de su película. Qué pensaría al enterarse de que Steve Jobs ha enviado un iPod a cada uno de los mineros chilenos atrapados en el yacimiento de San José. Qué pensaría al saber que el Real Madrid, igual que el Manchester United, les ha invitado a ver un partido en su estadio. En el Campamento Esperanza, dicen los allí presentes, se acumulan cajas con el logotipo bien visible, obsequios de las principales multinacionales del mundo.

Mientras escribo esto, El País y El Mundo siguen, segundo a segundo, el rescate de los mineros. Ambos ofrecen la posibilidad de ver las operaciones en streaming, galería de fotos, dramatis personae, grafismos animados, y especiales recopilatorios de las chanzas y cotilleos que recorren el campamento. ¿Sabes que a uno le espera su mujer y su amante en el exterior? Qué fuerte, no me digas.

La primera acepción de la palabra prensa que contempla el diccionario de la RAE es "máquina que sirve para comprimir". Los 33 mineros de San José son los nuevos Beatles con fecha al dorso, un producto perecedero, ya casi caducado, precipitándose al vacío por el acantilado de la información. Telerrealidad radical, el blockbuster de la temporada, personas ordinarias en una situación extraordinaria. Periodismo humano, vaya.

A veces la realidad se parece a una película de Billy Wilder. No nos damos cuenta, supongo, porque la mayoría sólo recuerda las comedias.

Chile, sin maquillaje.

Pablo Sapag M.

Mal podían los medios internacionales ofrecer una explicación profunda de lo ocurrido en Chile a cuenta de sus 33 mineros. Convertido ese país desde hace mucho en la historia de éxito de América Latina gracias a la espiral de silencio y al discurso de su élite blanca y culturalmente europea, el guión periodístico del rescate estaba escrito. A un final feliz garantizado por un Gobierno que ante la mínima duda habría sido propagandísticamente menos generoso, sólo podía seguir el tópico con el que desde hace unos años se “analiza” la realidad chilena. Para esos medios se trata de un rescate ejemplar propio de una sociedad cohesionada, democrática y en imparable ascenso al desarrollo. Así es porque de Chile poco y nada se sabe porque nada se informa, ya sea por interés económico, ignorancia o prejuicios ideológicos.
Se vuelve a caer así en la trampa de una élite chilena avezada en sepultar la realidad. Un grupo que, además de contar con la connivencia mediática, juega con la ventaja del aislamiento natural del país y la desorganización de una gran masa mestiza e indígena atomizada e inconsciente, en muchos casos, de su propia condición. Desde hoy, quizás también con eso que Nick Davies llama Flat Earth News, esos fenómenos periodísticos descontextualizados que, lejos de informar, confunden.

Al ver el rescate, un observador más perspicaz se daría cuenta del reparto de roles de un país que se encuentra entre los más desiguales del planeta. Eso explica por qué los mineros son mestizos mientras que los miembros del Gobierno y los ingenieros a cargo del rescate son blancos y, en muchos casos, de apellidos centroeuropeos: Von Baer, Golborne, Kast, Sougarret, Schmidt, Ravinet, Hinzpeter, Larroulet, Fontaine, Solminhiac, Parot, Mañalich o Weber. Ese observador perspicaz habría descubierto también que Chile es un país tan proclive al populismo, si no más, como otros de América Latina.

El multimillonario empresario derechista y hoy presidente Sebastián Piñera ha dado el golpe a la cátedra con un uso y abuso mediático que, en parte, puede explicar los motivos del indudable coraje político exhibido al asumir el rescate de los mineros, a lo que, por otra parte, lo obligaba la ley. Su salida no sólo ha descubierto la fisonomía de los mineros a quienes creen que Chile es racial y étnicamente como Argentina y Uruguay. También el populismo paternalista con el que se gobierna Chile desde hace 200 años, un instrumento que en ocasiones, y como demuestra la experiencia latinoamericana, puede ser, si no revolucionario, al menos proclive a los sectores más desfavorecidos. La versión de Aló Presidente protagonizada por Piñera, casaca roja y apelaciones religiosas incluidas, sólo busca perpetuar el escasamente consensuado orden vigente. Un modelo impuesto por la dictadura de Pinochet y en la que el hermano del presidente tuvo mucho que ver como ministro de Minería y Trabajo. Un modelo que, a 20 años de la salida del poder de Pinochet, se exhibe corregido y aumentado. Pero nada ha cambiado en un sistema que permite que el 5% de la población concentre el 50% de la riqueza. Por eso las apelaciones de Piñera a una unidad nacional que todos saben imposible ante semejante desigualdad racial, cultural y económica.
El populismo de Piñera, como antes los de Bachelet –dejó el Gobierno con un 80% de popularidad y su coalición derrotada–, Lagos y el mismísimo Pinochet, muestra la precariedad de la “ejemplar” democracia chilena, esa de la que está excluida de facto un 35% del electorado, incluido el millón de chilenos en el extranjero expulsados por el modelo económico y a quienes nadie rescata ni concede derecho a voto sin cortapisas. El sistema electoral binominal instaurado por la dictadura se traduce en el Parlamento en un empate permanente entre centroderecha y centroizquierda. Eso con una constitución pinochetista todavía en vigor que exige mayorías imposibles para cambiar un modelo que impone una jornada laboral de 45 horas semanales y limita la sindicalización. Por eso los sindicatos apenas han tenido protagonismo en este episodio. En esas circunstancias, la impotencia de los partidos y otras instituciones es evidente, como también lo es el desinterés de la población por la política.

En Chile todo el mundo sabe que el poder recae en el presidente, más aún si este pertenece a la todopoderosa oligarquía empresarial. Piñera, cuya psicología lo hace buscar el reconocimiento a cualquier precio, ha entendido que en esas circunstancias el populismo es su mejor aliado. Coincidiendo con el derrumbe de la mina, Piñera revocó la autorización de un organismo público a la empresa francesa GDF Suez para construir una central térmica. Por razones de imagen se saltaba así la legislación ambiental de un país que
presume de seguridad jurídica.

La única diferencia con otros casos latinoamericanos muy criticados por el consenso neoliberal es que Piñera y su Gobierno son blancos y, para lo que les interesa –lo del Estado del bienestar no va con ellos–, culturalmente europeos. Poco más, porque en realidad su país es, desde la perspectiva europea del término, tan latinoamericano como los demás. Al fin y al cabo, la tragedia de la mina San José –imposible en otras latitudes donde se cumplen los protocolos de seguridad de la OIT– se ha convertido en un nuevo ejercicio de Flat Earth News gracias a los elementos de realismo mágico que la rodean, brutal día a día de una mayoría de chilenos que en otras circunstancias jamás son noticia o icono propagandístico.

Pablo Sapag M. es profesor e investigador de comunicación de la Universidad Complutense de Madrid.

sábado, 16 de octubre de 2010

Las cinco dificultades para decir la verdad.

Bertolt Brecht

Berlín, 1934.

El que quiera luchar hoy contra la mentira y la ignorancia y escribir la verdad tendrá que vencer por lo menos cinco dificultades. Tendrá que tener el valor de escribir la verdad aunque se la desfigure por doquier; la inteligencia necesaria para descubrirla; el arte de hacerla manejable como un arma; el discernimiento indispensable para difundirla.

Tales dificultades son enormes para los que escriben bajo el fascismo, pero también para los exiliados y los expulsados, y para los que viven en las democracias burguesas.


I. El valor de escribir la verdad

Para mucha gente es evidente que el escritor debe escribir la verdad; es decir, no debe rechazarla ni ocultarla, ni deformarla. No debe doblegarse ante los poderosos; no debe engañar a los débiles. Pero es difícil resistir a los poderosos y muy provechoso engañar a los débiles. Incurrir en la desgracia ante los poderosos equivale a la renuncia, y renunciar al trabajo es renunciar al salario. Renunciar a la gloria de los poderosos significa frecuentemente renunciar a la gloria en general. Para todo ello se necesita mucho valor.

Cuando impera la represión más feroz gusta hablar de cosas grandes y nobles. Es entonces cuando se necesita valor para hablar de las cosas pequeñas y vulgares, como la alimentación y la vivienda de los obreros. Por doquier aparece la consigna: «No hay pasión más noble que el amor al sacrificio».

En lugar de entonar ditirambos sobre el campesino hay que hablar de máquinas y de abonos que facilitarían el trabajo que se ensalza. Cuando se clama por todas las antenas que el hombre inculto e ignorante es mejor que el hombre cultivado e instruido, hay que tener valor para plantearse el interrogante: ¿Mejor para quién? Cuando se habla de razas perfectas y razas imperfectas, el valor está en decir: ¿Es que el hambre, la ignorancia y la guerra no crean taras?

También se necesita valor para decir la verdad sobre sí mismo cuando se es un vencido. Muchos perseguidos pierden la facultad de reconocer sus errores, la persecución les parece la injusticia suprema; los verdugos persiguen, luego son malos; las víctimas se consideran perseguidas por su bondad. En realidad esa bondad ha sido vencida. Por consiguiente, era una bondad débil e impropia, una bondad incierta, pues no es justo pensar que la bondad implica la debilidad, como la lluvia la humedad. Decir que los buenos fueron vencidos no porque eran buenos sino porque eran débiles requiere cierto valor.

Escribir la verdad es luchar contra la mentira, pero la verdad no debe ser algo general, elevado y ambiguo, pues son estas las brechas por donde se desliza la mentira. El mentiroso se reconoce por su afición a las generalidades, como el hombre verídico por su vocación a las cosas prácticas, reales, tangibles. No se necesita un gran valor para deplorar en general la maldad del mundo y el triunfo de la brutalidad, ni para anunciar con estruendo el triunfo del espíritu en países donde éste es todavía concebible. Muchos se creen apuntados por cañones cuando solamente gemelos de teatro se orientan hacia ellos. Formulan reclamaciones generales en un mundo de amigos inofensivos y reclaman una justicia general por la que no han combatido nunca. También reclaman una libertad general: la de seguir percibiendo su parte habitual del botín. En síntesis sólo admiten una verdad: la que les suena bien.

Pero si la verdad se presenta bajo una forma seca, en cifras y en hechos, y exige ser confirmada, ya no sabrán qué hacer. Tal verdad no les exalta. Del hombre veraz sólo tienen la apariencia. Su gran desgracia es que no conocen la verdad.


II. La inteligencia necesaria para descubrir la verdad

Tampoco es fácil descubrir la verdad. Por lo menos la que es fecunda. Así, según opinión general, los grandes Estados caen uno tras otro en la barbarie extrema. Y una guerra intestina que se desarrolla implacablemente puede degenerar en cualquier momento en un conflicto generalizado que convertiría nuestro continente en un montón de ruinas. Evidentemente, se trata de verdades. No se puede negar que llueve hacia abajo: numerosos poetas escriben verdades de este género. Son como el pintor que cubría de frescos las paredes de un barco que se estaba hundiendo. El haber resuelto nuestra primera dificultad les procura una cierta dificultad de conciencia. Es cierto que no se dejan engañar por los poderosos, pero ¿escuchan los gritos de los torturados? No; pintan imágenes. Esta actitud absurda les sume en un profundo desconcierto, del que no dejan de sacar provecho; en su lugar otros buscarían las causas. No creáis que sea cosa fácil distinguir sus verdades de las vulgaridades referentes a la lluvia; al principio parecen importantes, pues la operación artística consiste precisamente en dar importancia a algo. Pero mirad la cosa de cerca: os daréis cuenta que no dejan de decir: no se puede impedir que llueva hacia abajo.

También están los que por falta de conocimientos no llegan a la verdad. Y, sin embargo, distinguen las tareas urgentes y no temen a los poderosos ni a la miseria. Pero viven de antiguas supersticiones, de axiomas célebres a veces muy bellos. Para ellos el mundo es demasiado complicado: se contentan con conocer los hechos e ignorar las relaciones que existen entre ellos.

Me permito decir a todos los escritores de esta época confusa y rica en transformaciones que hay que conocer el materialismo dialéctico, la economía y la historia. Tales conocimientos se adquieren en los libros y en la práctica si no falta la necesaria aplicación. Es muy sencillo descubrir fragmentos de verdad, e incluso verdades enteras. El que busca necesita un método, pero se puede encontrar sin método, e incluso sin objeto que buscar. Sin embargo, ciertos procedimientos pueden dificultar la explicación de la verdad: los que la lean serán incapaces de transformar esa verdad en acción. Los escritores que se contentan con acumular pequeños hechos no sirven para hacer manejables las cosas de este mundo. Pues bien, la verdad no tiene otra ambición. Por consiguiente esos escritores no están a la altura de su misión.


III. El arte de hacer la verdad manejable como arma

La verdad debe decirse pensando en sus consecuencias sobre la conducta de los que la reciben.

Hay verdades sin consecuencias prácticas. Por ejemplo, esa opinión tan extendida sobre la barbarie: el fascismo sería debido a una oleada de barbarie que se ha abatido sobre varios países, como una plaga natural. Así, al lado y por encima del capitalismo y del socialismo habría nacido una tercera fuerza: el fascismo. Para mi, el fascismo es una fase histérica del capitalismo, y, por consiguiente, algo muy nuevo y muy viejo. En un país fascista el capitalismo existe solamente como fascismo. Combatirlo es combatir el capitalismo, y bajo su forma más cruda, más insolente, más opresiva, más engañosa.

Entonces, ¿de qué sirve decir la verdad sobre el fascismo que se condena si no se dice nada contra el capitalismo que lo origina? Una verdad de este género no reporta ninguna utilidad práctica.

Estar contra el fascismo sin estar contra el capitalismo, rebelarse contra la barbarie que nace de la barbarie, equivale a reclamar una parte del ternero y oponerse a sacrificarlo.

Los demócratas burgueses condenan con énfasis los métodos bárbaros de sus vecinos, y sus acusaciones impresionan tanto a sus auditorios que éstos olvidan que tales métodos se practican también en sus propios países.

Ciertos países logran todavía conservar sus formas de propiedad gracias a medios menos violentos que otros. Sin embargo, los monopolios capitalistas originan por doquier condiciones bárbaras en las fábricas, en las minas y en los campos. Pero mientras que las democracias burguesas garantizan a los capitalistas, sin recurso a la violencia, la posesión de los medios de producción, la barbarie se reconoce en que los monopolios sólo pueden ser defendidos por la violencia declarada.

Ciertos países no tienen necesidad, para mantener sus monopolios bárbaros, de destruir la legalidad instituida, ni su confort cultural (filosofía, arte, literatura); de ahí que acepten perfectamente oir a los exiliados alemanes estigmatizar su propio régimen por haber destruido esas comodidades. A sus ojos es un argumento suplementario en favor de la guerra.

¿Puede decirse que respetan la verdad los que gritan: «Guerra sin cuartel a Alemania, que es hoy la verdadera patria del «mal», la oficina del infierno, el trono del anticristo»? No. Los que así gritan son tontos, impotentes gentes peligrosas. Sus discursos tienden a la destrucción de un país, de un país entero con todos sus habitantes, pues los gases asfixiantes no perdonan a los inocentes.

Los que ignoran la verdad se expresan de un modo superficial, general e impreciso. Peroran sobre el «alemán», estigmatizan el «mal», y sus auditorios se interrogan: ¿Debemos dejar de ser alemanes? ¿Bastará con que seamos buenos para que el infierno desaparezca? Cuando manejan sus tópicos sobre la barbarie salida de la barbarie resultan impotentes para suscitar la acción. En realidad no se dirigen a nadie. Para terminar con la barbarie se contentan con predicar la mejora de las costumbres mediante el desarrollo de la cultura. Eso equivale a limitarse a aislar algunos eslabones en la cadena de las causas y a considerar como potencias irremediables ciertas fuerzas determinantes, mientras que se dejan en la oscuridad las fuerzas que preparan las catástrofes. Un poco de luz y los verdaderos responsables de las catástrofes aparecen claramente: los hombres. Vivimos una época en que el destino del hombre es el hombre.

El fascismo no es una plaga que tendría su origen en la «naturaleza» del hombre. Por lo demás, es un modo de presentar las catástrofes naturales que restituyen al hombre su dignidad porque se dirigen a su fuerza combativa.

El que quiera describir el fascismo y la guerra grandes desgracias, pero no calamidades «naturales» debe hablar un lenguaje práctico: mostrar que esas desgracias son un efecto de la lucha de clases; poseedores de medios de producción contra masas obreras. Para presentar verídicamente un estado de cosas nefasto, mostrad que tiene causas remediables. Cuando se sabe que la desgracia tiene un remedio, es posible combatirla.


IV. Cómo saber a quién confiar la verdad

Un hábito secular, propio del comercio de la cosa escrita, hace que el escritor no se ocupe de la difusión de sus obras. Se figura que su editor, u otro intermediario, las distribuye a todo el mundo. Y se dice: yo hablo, y los que quieren entenderme, me entienden. En la realidad, el escritor habla, y los que pueden pagar, le entienden. Sus palabras jamás llegan a todos, y los que las escuchan no quieren entenderlo todo.

Sobre esto se ha dicho ya muchas cosas, pero no las suficientes. Transformar la «acción de escribir a alguien» en «acto de escribir» es algo que me parece grave y nocivo. La verdad no puede ser simplemente escrita; hay que escribirla a alguien. A alguien que sepa utilizarla. Los escritores y los lectores descubren la verdad juntos.

Para ser revelado, el bien sólo necesita ser bien escuchado, pero la verdad debe ser dicha con astucia y comprendida del mismo modo. Para nosotros, escritores, es importante saber a quién la decimos y quién nos la dice; a los que viven en condiciones intolerables debemos decirles la verdad sobre esas condiciones, y esa verdad debe venirnos de ellos. No nos dirijamos solamente a las gentes de un solo sector: hay otros que evolucionan y se hacen susceptibles de entendernos. Hasta los verdugos son accesibles, con tal que comiencen a temer por sus vidas. Los campesinos de Baviera, que se oponían a todo cambio de régimen, se hicieron permeables a las ideas revolucionarias cuando vieron que sus hijos, al volver de una larga guerra, quedaban reducidos al paro forzoso.

La verdad tiene un tono. Nuestro deber es encontrarlo. Ordinariamente se adopta un tono suave y dolorido: «yo soy incapaz de hacer daño a una mosca». Esto tiene la virtud de hundir en la miseria a quien lo escucha. No trataremos como enemigos a quienes emplean este tono, pero no podrán ser nuestros compañeros de lucha. La verdad es de naturaleza guerrera, y no sólo es enemiga de la mentira, sino de los embusteros.


V. Proceder con astucia para difundir la verdad

Orgullosos de su valor para escribir la verdad, contentos de haberla descubierto, cansados sin duda de los esfuerzos que supone el hacerla operante, algunos esperan impacientes que sus lectores la disciernan. De ahí que les parezca vano proceder con astucia para difundir la verdad.

Confucio alteró el texto de un viejo almanaque popular cambiando algunas palabras: en lugar de escribir «el maestro Kun hizo matar al filósofo Wan», escribió: «el maestro Kun hizo asesinar al filósofo Wan». En el pasaje donde se hablaba de la muerte del tirano Sundso, «muerto en un atentado», reemplazó la palabra «muerto» por «ejecutado», abriendo la vía a una nueva concepción de la historia.

El que en la actualidad reemplaza «pueblo» por «población», y «tierra» por «propiedad rural», se niega ya a acreditar algunas mentiras, privando a algunas palabras de su magia. La palabra «pueblo» implica una unidad fundada en intereses comunes; sólo habría que emplearla en plural, puesto que únicamente existen «intereses comunes» entre varios pueblos. La «población» de una misma región tiene intereses diversos e incluso antagónicos. Esta verdad no debe ser olvidada. Del mismo modo, el que dice «la tierra», personificando sus encantos, extasiándose ante su perfume y su colorido, favorece las mentiras de la clase dominante. Al fin y al cabo, ¡qué importa la fecundidad de la tierra, el amor del hombre por ella y su infatigable ardor al trabajarla!: lo que importa es el precio del trigo y el precio del trabajo. El que saca provecho de la tierra no es nunca el que recoge el trigo, y «el gesto augusto del sembrador» no se cotiza en Bolsa. El término justo es «propiedad rural».

Cuando reina la opresión, no hablemos de «disciplina», sino de «sumisión» pues la disciplina excluye la existencia de una clase dominante. Del mismo modo, el vocablo «dignidad» vale más que la palabra «honor», pues tiene más en cuenta al hombre. Todos sabemos qué clase de gente se precipita para tener la ventaja de defender el «honor» de un pueblo, y con qué liberalidad los ricos distribuyen el «honor» a los que trabajan para enriquecerlos.

La astucia de Confucio es utilizable también en nuestros días. También la de Tomás Moro. Este último describió un país utópico idéntico a la Inglaterra de aquella época, pero en el que las injusticias se presentaban como costumbres admitidas por todo el mundo.

Cuando Lenin, perseguido por la policía del Zar, quiso dar una idea de la explotación de Sajalín por la burguesía rusa, sustituyó Rusia por el Japón y Sajalín por Corea. La identidad de las dos burguesías era evidente, pero como Rusia estaba en guerra con el Japón la censura dejó pasar el trabajo de Lenin.

Hay una infinidad de astucias posibles para engañar a un Estado receloso. Voltaire luchó contra las supersticiones religiosas de su tiempo escribiendo la historia galante de «La Doncella de Orleans»: describiendo en un bello estilo aventuras galantes sacadas de la vida de los grandes. Voltaire llevó a éstos a abandonar la religión (que hasta entonces tenían por caución de su vida disoluta). De repente se hicieron los propagadores celosos de las obras de Voltaire y ridiculizaron a la policía que defendía sus privilegios. La actitud de los grandes permitió la difusión ilícita de las ideas del escritor entre el público burgués, hacia el que precisamente apuntaba Voltaire.

Decía Lucrecio que contaba con la belleza de sus versos para la propagación de su ateísmo epicúreo. Las virtudes literarias de una obra pueden favorecer su difusión clandestina. Pero hay que reconocer que a veces suscitan múltiples sospechas. De ahí la necesidad de descuidarlas deliberadamente en ciertas ocasiones. Tal sería el caso, por ejemplo, si se introdujera en una novela policíaca -género literario desacreditado- la descripción de condiciones sociales intolerables. A mi modo de ver, esto justificaría completamente la novela policíaca.

En la obra de Shakespeare se puede encontrar un modelo de verdad propagada por la astucia: el discurso de Antonio ante el cadáver de César. Afirmando constantemente la respetabilidad de Bruto, cuenta su crimen, y la pintura que hace de él es mucho más aleccionadora que la del criminal. Dejándose dominar por los hechos, Antonio saca de ellos su fuerza de convicción mucho más que de su propio juicio.

Jonathan Swift propuso en un panfleto que los niños de los pobres fueran puestos a la venta en las carnicerías para que reinara la abundancia en el país. Después de efectuar cálculos minuciosos, el célebre escritor probó que se podrían realizar economías importantes llevando la lógica hasta el fin. Swift jugaba al monstruo. Defendía con pasión absolutista algo que odiaba. Era una manera de denunciar la ignominia. Cualquiera podía encontrar una solución más sensata que la suya, o al menos más humana; sobre todo, aquellos que no habían comprendido a dónde conducía este tipo de razonamiento.

Militar a favor del pensamiento, sea cual fuere la forma que éste adopte, sirve la causa de los oprimidos. En efecto, los gobernantes al servicio de los explotadores consideran el pensamiento como algo despreciable. Para ellos lo que es útil para los pobres es pobre. La obsesión que estos últimos tienen por comer, por satisfacer su hambre, es baja. Es bajo menospreciar los honores militares cuando se goza de este favor inestimable: batirse por un país cuando se muere de hambre. Es bajo dudar de un jefe que os conduce a la desgracia. El horror al trabajo que no alimenta al que lo efectúa es asimismo una cosa baja, y baja también la protesta contra la locura que se impone y la indiferencia por una familia que no aporta nada. Se suele tratar a los hambrientos como gentes voraces y sin ideal, de cobardes a los que no tienen confianza en sus opresores, de derrotistas a los que no creen en la fuerza, de vagos a los que pretenden ser pagados por trabajar, etc. Bajo semejante régimen, pensar es una actividad sospechosa y desacreditada. ¿Dónde ir para aprender a pensar? A todos los lugares donde impera la represión.

Sin embargo, el pensamiento triunfa todavía en ciertos dominios en que resulta indispensable para la dictadura. En el arte de la guerra, por ejemplo, y en la utilización de las técnicas. Resulta indispensable pensar para remediar, mediante la invención de tejidos «ersatz», la penuria de lana. Para explicar la mala calidad de los productos alimenticios o la militarización de la juventud no es posible renunciar al pensamiento. Pero recurriendo a la astucia se puede evitar el elogio de la guerra, al que nos incitan los nuevos maestros del pensamiento. Así, la cuestión ¿cómo orientar la guerra? lleva a la pregunta: ¿vale la pena hacer la guerra? Lo que equivale a preguntar: ¿cómo evitar la guerra inútil? Evidentemente, no es fácil plantear esta cuestión en público hoy. Pero ¿quiere decir esto que haya que renunciar a dar eficacia a la verdad? Evidentemente no.

Si en nuestra época es posible que un sistema de opresión permita a una minoría explotar a la mayoría, la razón reside en una cierta complicidad de la población, complicidad que se extiende a todos los dominios. Una complicidad análoga, pero orientada en sentido contrario, puede arruinar el sistema. Por ejemplo, los descubrimientos biológicos de Darwin eran susceptibles de poner en peligro todo el sistema, pero solamente la Iglesia se inquietó. La policía no veía en ello nada nocivo. Los últimos descubrimientos físicos implican consecuencias de orden filosófico que podrían poner en tela de juicio los dogmas irracionales que utiliza la opresión. Las investigaciones de Hegel en el dominio de la lógica facilitaron a los clásicos de la revolución proletaria, Marx y Lenin, métodos de un valor inestimable. Las ciencias son solidarias entre sí, pero su desarrollo es desigual según los dominios; el Estado es incapaz de controlarlos todos. Así, los pioneros de la verdad pueden encontrar terrenos de investigación relativamente poco vigilados. Lo importante es enseñar el buen método, que exige que se interrogue a toda cosa a propósito de sus caracteres transitorios y variables. Los dirigentes odian las transformaciones: desearían que todo permaneciese inmóvil, a ser posible durante un milenio: que la Luna se detuviese y el Sol interrumpiese su carrera. Entonces nadie tendría hambre ni reclamaría alimentos. Nadie respondería cuando ellos abriesen fuego; su salva sería necesariamente la última.

Subrayar el carácter transitorio de las cosas equivale a ayudar a los oprimidos. No olvidemos jamás recordar al vencedor que toda situación contiene una contradicción susceptible de tomar vastas proporciones. Semejante método -la dialéctica, ciencia del movimiento de las cosas- puede ser aplicado al examen de materias como la biología y la química, que escapan al control de los poderosos, pero nada impide que se aplique al estudio de la familia; no se corre el riesgo de suscitar la atención. Cada cosa depende de una infinidad de otras que cambian sin cesar; esta verdad es peligrosa para las dictaduras.

Pues bien, hay mil maneras de utilizarla en las mismas narices de la policía. Los gobernantes que conducen a los hombres a la miseria quieren evitar a todo precio que, en la miseria, se piense en el Gobierno. De ahí que hablen de destino. Es al destino, y no al Gobierno, al que atribuyen la responsabilidad de las deficiencias del régimen. Y si alguien pretende llegar a las causas de estas insuficiencias, se le detiene antes de que llegue al Gobierno.

Pero en general es posible reclinar los lugares comunes sobre el destino y demostrar que el hombre se forja su propio destino. Ahí tenéis el ejemplo de esa granja islandesa sobre la que pesaba una maldición. La mujer se había arrojado al agua, el hombre se había ahorcado. Un día, el hijo se casó con una joven que aportaba como dote algunas hectáreas de tierra. De golpe, se acabó la maldición. En la aldea se interpretó el acontecimiento de diversos modos. Unos lo atribuyeron al natural alegre de la joven; otros a la dote, que permitía, al fin, a los propietarios de la granja comenzar sobre nuevas bases. Incluso un poeta que describe un paisaje puede servir a la causa de los oprimidos si incluye en la descripción algún detalle relacionado con el trabajo de los hombres. En resumen: importa emplear la astucia para difundir la verdad.


Conclusión

La gran verdad de nuestra época -conocerla no es todo, pero ignorarla equivale a impedir el descubrimiento de cualquier otra verdad importante- es ésta: nuestro continente se hunde en la barbarie porque la propiedad privada de los medios de producción se mantiene por la violencia. ¿De qué sirve escribir valientemente que nos hundimos en la barbarie si no se dice claramente por qué? Los que torturan lo hacen por conservar la propiedad privada de los medios de producción.

Ciertamente, esta afirmación nos hará perder muchos amigos: todos los que, estigmatizando la tortura, creen que no es indispensable para el mantenimiento de las formas actuales de propiedad.

Digamos la verdad sobre las condiciones bárbaras que reinan en nuestro país; así será posible suprimirlas, es decir, cambiar las actuales relaciones de producción. Digámoslo a los que sufren delstatu quo y que, por consiguiente, tienen más interés en que se modifique: a los trabajadores, a los aliados posibles de la clase obrera, a los que colaboran en este estado de cosas sin poseer los medios de producción.