lunes, 24 de febrero de 2014

Las autoridades sanitarias advierten de que demasiada lucidez puede producir efectos laxantes.

Desde hace tiempo lidio con un conflicto, me digo a mí mismo. Un día tras otro me levanto con mayor o menor motivación y hago lo que se supone que debo hacer, creando la ilusión necesaria de que todo tiene un sentido. Pero algo me chirría en el caos de voces, ideas y pensamientos que me rodea, y a veces chirría tanto que me dan ganas de tirar del freno de mano y decir “hasta aquí”.

El asunto es diferente según quién lo mire: hay quien dice que soy un intransigente, hay quienes dicen que soy frío, tenso, que no me me se relajar, que a veces no empatizo o que me paso de empatía, que lucho por causas perdidas o, en el mejor de los casos, que soy un iluso que no se ha enterado del mundo en el que vive.

En mi opinión, el problema no tiene tanto que ver con mi forma de ver las cosas, sino con cómo son las cosas en realidad y cómo es la mayoría de gente con la que me cruzo –o al menos los más escandalosos-. No puedo seguir luchando, no puedo seguir tragando, no puedo seguir transigiendo y –desde luego esto no lo siento- me niego a rebajar el nivel y tratar de entender cosas que no tienen la más mínima base de inteligibilidad, honestidad o voluntad por parte de quienes me rodean.

Por supuesto, no escurro el bulto, estoy jodido con el problema porque de mi capacidad de lidiar con él –con todo el mundo- dependerá la mayor o menor longitud de mi vida. Pero desde luego, lo que no puedo admitir es que sea yo la causa del mismo. No paso por ahí. No puedo admitir que un día tras otro me sienta más un loco predicando en el desierto, como si la maldición de Casandra se hubiera regenerado con absoluta crueldad a las puertas de mi treintena.

No puedo entender –ni quiero ya- a la gente que mira la televisión sin un mínimo sentido crítico. El programa de Salvados sobre el 23F ha hecho que se escriban más líneas sobre la supuesta mala intención de Jordi Évole que sobre las sospechas acerca del pretendido oscurantismo que rodea al hecho histórico que centra el falso documental. Que si “ha engañado a todo el mundo”, que si “ha tirado los preceptos del periodismo por el suelo”… miran el dedo pero no la luna a la que éste apunta. Y mientras, el Rey, Tejero, los diputados y la madre que los parió a todos se descojonan allá donde estén. Tal vez, como señala Juanlu Sánchez, “a lo mejor esta vez el señalamiento de El Follonero no es hacia un político o empresario sino hacia nosotros, sus autocomplacientes espectadores”. Sinceramente, no consigo comprender la obsesión de esta sociedad española –con la que cada día me identifico menos- por ser tan bien mandados, crédulos, serviles e inocentes con el poder. Ni me da la gana de seguir esforzándome por conseguirlo.

No puedo entender tampoco a los que siguen creyendo al Director de la Guardia Civil, al Ministro de Interior y a quienes le rellenan la comparsa tras el trágico suceso de hace días en Ceuta que ha dado lugar a patéticos bailes pro y contra la actuación de la guardia civil. Lo siento si no entendéis mis argumentos, pero –especialmente a aquellos que me soltáis enérgicamente aquello de “¿Entonces qué? ¿Abrimos las fronteras y que pasen todos?”- no me da la gana de seguir intentando escuchar y argumentar frente a personas que hablando no hacen más que obedecer al miedo que les abruma cuando de pensar se trata. No me importa que no seáis libres, pero no pretendáis prenderme con vuestras cadenas ni inocularme virus de miedos que superé hace ya bastantes años.

Por supuesto, esto es sólo un pequeño resumen de los titulares que copan las portadas de los diversos medios hoy lunes 24 de febrero de 2014. Pero fuera del burdel mediático no se acaba el asunto. Creo que está todo podrido. Me encantaría que alguien intentara convencerme de que no es así, pero creo que de forma prematura estoy alcanzando el delicado umbral a partir del cual se deja de esperar algo de la gente. Alguna vez he tenido la oportunidad de discutir de ello con personas que me sacaban varias décadas y me recomendaban no tirar la toalla antes de tiempo por la cuenta que me traía. Pero, ¿cómo seguir esperando cosas de los demás ante semejante panorama de pereza intelectual, de crisis de valores, de emociones chamuscadas?

Por supuesto, yo también he intentado hacer como que me preocupa muchísimo que el servicio de Whatsapp se haya caído. También estoy emocionadísimo hasta el ojal por saber qué papel va a hacer la candidata española en Eurovisión. Incluso a veces hago como que no puedo dormir porque el Gobierno lo hace de pena en el tema del terrorismo. Pero nada sirve, no consigo engañarme y hacerme olvidar que lo que me interesan son las emociones reales, la mirada que me atrapa, vigilar esta noche tu sonrisa y recostar mi cabeza en tu vientre mientras dentro de mi cabeza escucho un “confío en tí”. ¿Hacia qué escorada parcela habría de dirigir la mirada para no ser consciente del olor a cieno que destila todo lo presente? ¿Dónde está el Refugio en el que pasar las frías noches de invierno? ¿Qué sentido tiene un Refugio cuando no se espera nada de las cosas, de la amistad o del amor?

lunes, 17 de febrero de 2014

Lágrimas de un votante arrepentido.

La última frase es lo que da sentido al vídeo. La tragedia no es votar lo que votas si lo haces por convicción y conocimiento, sino hacerlo por pereza intelectual que te impide analizar lo que deberías votar pero te sirve de auto justificación para no sentirte mal por no votar.

miércoles, 12 de febrero de 2014

Introversión… ¿una maldición o un don?

Este fantástica charla de Susan Cain trata sobre uno de los principales cleavages con los que, en mi opinión, ha de lidiar la sociedad occidental actual. En un sistema social -lógicamente, con sus escuelas e instituciones de socialización incluidas y que forman parte en su mayoría de este problema- pensado mayoritariamente para personalidades extrovertidas y donde existe una cierta tendencia crítica hacia aquellos individuos con caracteres introvertidos, ¿por qué apenas existe debate en torno a ello?

viernes, 7 de febrero de 2014

Reencuentro.

Aquella tarde sintió algo. Por primera vez en años sintió algo. Su cuerpo se estremeció ante sensaciones que hacía tanto que había olvidado. Se incorporó y se sentó en el borde de la cama, exhausto y calado en sudor, mientras escuchaba sus propios jadeos. El largo tiempo postrado hacía que sus músculos y su cabeza se quejaran, entumecidos, enviando señales contradictorias a su mente confusa y aletargada.

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Se incorporó, se sentó en el borde de la cama y dejó caer los pies descalzos sobre el suelo. Lo encontró limpio, fresco, apreció su firmeza plana y se irguió. Avanzó dubitativo por la penumbra de la habitación, abrumado por las sensaciones en las plantas de sus pies. Los tímidos destellos del atardecer se colaban fugitivos entre las rejillas del ventanal y se estrellaban contra él, mostrando luminoso su pecho desnudo y pálido. Se observó a sí mismo en el espejo. Había adelgazado, las costillas se le insinuaban en los costados, los brazos y piernas colgaban como palillos, el pelo y la barba, desordenados, no ocultaban las ojeras excavadas durante meses de oscuridad.

Continuó avanzando por los pasillos de lo que había sido su refugio tanto tiempo. Por primera vez en meses lo veía de verdad, se veía a sí mismo de verdad incrustado en el mundo. Un mundo que había abandonado tiempo atrás y que había decidido seguir su rutina de vida sin él. Paralizado, tiznado de pena y desesperanza no había ofrecido resistencia alguna a su condena a muerte en vida.

Avanzó hacia la entrada de la casa, esquivando el viejo paragüero de mimbre donde sólo quedaba un paraguas oscuro mal conservado. Se quedó inmóvil frente a la puerta, pensativo. Sabía que sólo ella lo separaba de la vida exterior. Sintió el sudor en su frente, calor y sofoco y corrió hacia el baño, lavándose la cara compulsivamente con el agua fría que salía a presión por el grifo totalmente abierto. Se secó y se miró en el espejo. Sus ojos hundidos escrutaron el lugar en el que alguna vez hubo una mirada directa, cercana, sincera. Había estado ausente, secuestrada o escondida tanto tiempo que ya no recordaba cómo era; en un instante fue consciente de que había olvidado cómo miraba al mundo antes de perderse. Y en consecuencia también cómo el mundo lo miraba a él.

Y en un instante dejó de mentirse. Como un cuerpo que recibe un alma nueva tras años buscándola. Como la visión fugaz de un recuerdo conmovedor en un momento insospechado. Aquella tarde le sirvió como preludio del reencuentro con las emociones perdidas, con la consciencia de su entorno, con la identidad sustraída.

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