viernes, 31 de octubre de 2014

Ahora.

Ahora que ya nadie pregunta por nosotros en las calles de Madrid,

confieso que me he desenganchado de las drogas que tomé para desengancharme de tí.

Las camas vacías ya no me asustan tanto como las parejas “bien” y sus ataduras consentidas,

y aunque no tenga una musa a la que agarrarme sé que mis manos jamás estarán vacías.

 

Desde mi nueva atalaya junto al mar veo el tiempo avanzar tanto que a veces siento vértigo.

También veo gentes caminando, otras corriendo, unas que emigran y otras que llegan.

Y veo cómo las semanas vuelan pero se arrastran, perezosas, en las tardes de domingo.

Y siento que algunas, a veces, se me clavan como puñales pero, ya ves, también pasan.

 

Una de esas tardes perdí el miedo a ver mi corazón en bancarrota.

Ahora también se qué es del querer cuando el mal uso lo venció.

Y si después de tanto amar y haber amado, vuelvo un día todavía a amar,

no recibiré castigo ni loa, y en mi epitafio se leerá: “lo mereció”.

 

Ahora que ya se que nada es urgente,

decidí no tomarme demasiado en serio.

Por fin he aprendido a hablar conmigo mismo

sin temer que no me guste lo que encuentre.

 

Ahora que encuentro por los rincones de mi casa recuerdos de lo que quise ser,

busco continuamente ventanas por las que lanzar mis escritos huérfanos al aire.

Aunque supongo que también sabes que a veces recojo palabras llenas de viento,

porque gracias a ellas todas las noches tienen un minuto en que puedo volar a tu encuentro.

 

Ahora que nos despertamos de los cuentos que nos contaron de niños,

no nos sorprende descubrir a quién defienden las balas de goma de la policía.

Ahora sabemos que en Wall Street los lobos más feroces son los que no enseñan los colmillos,

y también sabemos que el mejor camello es el que cuando lo necesitas te fía.

 

Ya ves, reconozco que a veces, cuando estoy solo, entono el grito de los cansados.

También echo de menos y reclamo a gritos aquellos largos veranos estudiantiles.

Y vuelvo, por fin, a escuchar canciones de Ismael con las que entonábamos nuestras huidas.

Y me pregunto a ratos qué será ahora de tus labios carnosos abandonados.

 

Ahora que se que ya nada es urgente,

decidí no tomarme demasiado en serio.

Además, por fin he aprendido a hablar conmigo mismo

sin temer que no me guste lo que encuentre.

Ya nadie sabe qué fue de mi hogar, debí perderlo entre andenes;

si algún día me buscas, pregunta por mí donde termina la Nacional Tres.

miércoles, 15 de octubre de 2014

Una sonrisa de a poquitos.

...el hombre pobre, que nunca había tenido mucho de nada, y sabía que vale más un poquitín de algo que nada de nada, cayó en la cuenta de que su sonrisa era un pequeño tesoro que le haría sentir algo menos triste, algo menos solo, algo menos apenado y algo menos cansado de la vida. Sobre todo si la compartía. Porque las sonrisas tienen algo mágico, te reconfortan, te animan y te hacen sentir mejor. Es por esto que las sonrisas son tan valiosas que no se pueden ni vender ni comprar. Se han de compartir.

Albanell, P. (2010). Una sonrisa de a poquitos, en F.Theodora, Cuentos a la orilla del sueño. 26 Sonrisas y una ilusión

lunes, 13 de octubre de 2014

Destinos humildes.

…era muy hábil. Delgado y fino como era, parecía capaz de adaptarse a cualquier hueco.

Su destino en la vida no era otro que el de buscar vacíos que llenar…

Y llenarlos.

Joseph Roth.

miércoles, 8 de octubre de 2014

Es el ébola, idiotas.

Contexto y antecedentes: el pasado fin de semana tuvieron lugar en Madrid unas oposiciones de Enfermería la mar de entretenidas. Se presentaron nada menos que 34.000 enfermeros para 1.600 plazas.

Como todos sabemos, el ambiente en una competición de esa naturaleza no es jovial, ni distendido, ni de andar por casa. El horno no estaba para bollos.

Sin embargo, el Consejero de Sanidad de la Comunidad de Madrid, que como ya es habitual en los de su partido -y en los del de enfrente-, no perdió la ocasión para meter la pata, afirmó sin pensarlo dos veces: "esto demuestra que se valoran los Servicios Sanitarios de Madrid". Toma castaña. Unos tratando de hacer oficio de su vocación en una competición dramática y otros, como siempre, haciendo brindis al sol y saliendo en las portadas de los medios.

Hoy sabemos que esos mismos Servicios Sanitarios de Madrid habían mandado a casa a la primera enfermera infectada por ébola 5 días antes, demostrando que tal vez la calidad del sistema sanitario de Madrid y de su gestión está, gracias a la labor decidida de ese consejero y de sus numerosos antecesores , por debajo de la valoración que, según él, hacen los madrileños del mismo.

Hoy sabemos, también, que no se había preparado un protocolo de actuación en situación de crisis. Ni se había formado correctamente al personal que habría de afrontar en primera línea una posible epidemia. Tampoco se habían repartido trajes ni equipamiento adecuado para ello pese a que hace muchos meses que se conocía la amenaza. ¿Pa' qué?

¿De verdad sólo cabe pensar que es que en España somos así de idiotas? ¿Que estamos gobernados por memos y, además, lo consentimos? ¿De verdad basta con que el Presidente invisible de un Gobierno en actitud de flagrante pasividad afirme sin más que el contagio "no es fácil"?

Lo que cada día queda de manifiesto es que estamos gobernados por una banda de inútiles que han perdido el miedo a rendir cuentas a los ciudadanos, quienes deberían darle más miedo que el propio virus del ébola. ¿Se convertirá esta crisis sanitaria en el empujón que faltaba para derribar el Régimen podrido del 78?

lunes, 6 de octubre de 2014

Reencuentro II

(Continuación)

Eran las 9 de la noche. El sol, que todavía no se había ocultado entre las montañas, lanzaba rayos anaranjados por entre las rendijas de la persiana a medio bajar. Aquel año la primavera apenas había durado un par de semanas, y los últimos días fríos de invierno se habían visto atropellados por la furia de un verano repentino que no se iría hasta varios meses más tarde.

Él seguía de pie, tembloroso e incrédulo, mirándose en el espejo oxidado de la entrada. A través de la ventana, a lo lejos, se escuchaba una música tranquila y amable, new age, que seguramente provenía de algún vecino. Buscó con el oído la procedencia de la melodía y la siguió, meciéndose gozoso de acorde en acorde como si acabara de descubrir una maravilla nunca antes vista.

Se sentó en la silla de su escritorio, en la que solía escribir hace tiempo, cuando todavía no se había secado. Examinó pausadamente lo que tantas veces le había servido de plataforma para escapar. Todo seguía en el mismo lugar en el que lo había dejado; el ordenador a la distancia justa del borde de la mesa, los libros a medio leer a la derecha, exactamente a dos palmos y medio del ordenador para poder estirar los brazos de vez en cuando. Eso es al menos lo que decía a quienes le preguntaban acerca de por qué ese orden tan estricto de la mesa, aunque en realidad lo que le gustaba era poder hacer, durante sus sesiones de escritura, pequeños descansos tocando la madera de la mesa sin que ningún obstáculo se entrometiera, sintiendo bajo las yemas de los dedos la mesa fría y plana como un astronauta que regresa de un viaje por la ingravidez del cosmos y posa de nuevo sus pies sobre tierra firme.

Miró los destellos que se colaban por la ventana y subió lentamente la persiana. Oteó el horizonte durante unos minutos, recordando cuántas veces lo había hecho en el pasado desde ese mismo lugar. Era su manera de despegarse del suelo, elevarse sobre el muro opaco de lo inmediato y lanzar su mente hacia los rincones de lo oculto.

Fue consciente del tiempo que hacía que no escribía una sola palabra, y reflexionó sobre ello durante un largo rato. Voces ahogadas gritaban dentro de su cabeza. ¿Por qué había dejado de escribir? Para alguien que valora las palabras por encima de todo, dejar de escribir había supuesto dejar de ver y de verse a sí mismo, dejar de hablar, de expresarse, quizás de sentir. Siguió pensando, buscando razones, sintiendo viejas emociones abandonadas que le impulsaban a seguir avanzando en su búsqueda.

Quizás simplemente se había secado, pensando que no tenía nada que contar. Quizás, como Jep Gambardella en La Gran Belleza, no tenía ya nada que decir ante la convicción de habitar en un mundo decadente y superficial. Quizás se había rendido, presa del miedo al dolor y a seguir lastimándose al mirar hacia su interior.

Recordó entonces que, algún tiempo atrás, hubo quien, en un bar oscuro, pasada esa hora maldita a partir de la cual sólo quedan personas auténticas en los garitos, le dijo:

- Yo sé lo que te pasa: alguien te ha robado las palabras.

Reflexionó, quizás era cierto. Le vino a la mente la respuesta que dio entonces a su interlocutor: hace mucho tiempo, sabedor de que eran su más preciado tesoro quiso ofrecerlas como ofrenda a alguien a quien valoró demasiado. El gesto no fue correspondido, pues el destinatario no supo valorarlo a él ni a su tesoro. En aquel instante se creyó derrotado, el dolor se apoderó de su alma y la quebró, robando la vida de lo cotidiano de sus días. Pasaron los meses y olvidó cómo volar cada noche con la mujer que amaba. Pero desgraciadamente también olvidó cómo hacerlo sin ella. Dejó de mirarse al espejo, decidió no cuidarse, perdió el sentido de seguir buscando su lugar en el universo. Un ladrón de palabras había lanzado una maldición sobre él que le impedía ver, sentir y expresar. Lo había desconectado del mundo.

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