Santiago Alba, Belén Gopegui, Pascual Serrano y Carlos Fernández Liria
El pasado lunes, el conocido actor español Willy Toledo declaró públicamente su desasosiego por la muerte del preso cubano Orlando Zapata y censuró al gobierno cubano por no haber sabido salvar una vida que, privada de libertad, estaba bajo su responsabilidad. Pero Willy Toledo tuvo también el atrevimiento de referirse al fallecido como a “un delincuente común” y a algunos de los así llamados “disidentes” como a “terroristas”, reproduciendo la información de las autoridades de Cuba, e inmediatamente los mismos medios, los mismos políticos y los mismos intelectuales que aceptan con naturalidad las versiones oficiales del gobierno israelí, colombiano o afgano se han lanzado, henchidos de indignación, a romperle figuradamente los huesos al tiempo que autoproclamaban su limpieza de sangre democrática. El País y El Mundo, por ejemplo, han dedicado en los últimos tres días más referencias a estas “imperdonables” declaraciones que a las víctimas civiles de Afganistán o a los huérfanos de Haití, por no hablar de la bloguera iraquí Hiba Al-Shamari, detenida, torturada y desaparecida durante un mes y ahora sometida a juicio en Bagdad por “desprestigiar la imagen de la nación” sin que ninguno de los ofendidos por el “régimen de Castro” haya levantado su voz o aireado sus tripas. Contra Willy Toledo se ha desatado una unanimidad oceánica, un tsunami de pulgares boca abajo y moralizantes azotes perdonavidas. El mismo día en que Otegi era condenado a dos años de cárcel por “exaltación del terrorismo” (o, lo que es lo mismo, por decir una frase), Elvira Lindo escupía a Willy Toledo las ventajas de nuestra democracia, que permite hablar incluso a un tipo como él, y Rosa Montero, con el mismo temple moral con el que saludó en 2006 los misiles arrojados sobre el Líbano, despreciaba a Willy Toledo calificándolo de “gentuza castrista”. Como de un apestado, los 9000 actores, bailarines, directores de escena y dobladores de España representados por Pilar Bardem se han desmarcado de su audacia declarativa y lo han dejado caer solo en el abismo. Decenas de portadas, columnas y tertulias se han rasgado las vestiduras contra la “abyección moral” del actor.
Es en las cuestiones pequeñas donde se revela el estado de salud de una democracia. No es muy grave que se calle la boca a un actor, mutilando y criminalizando sus declaraciones, en un país donde se amenazan las pensiones, se persigue a los inmigrantes, sigue habiendo torturas, se cierran periódicos, se obstruye la memoria, se protege a criminales de guerra y se mandan soldados a invadir y matar civiles en otras tierras. Algunas de las voces de este coro marcial -en el que cada uno ha gritado libremente lo mismo que todos los demás- reflejan la calidad ética de un medio periodístico y cultural en el que el desprecio por la verdad es inseparable de la idea de que la democracia consiste en imponer a gritos silencio a los demás y de la seguridad de que el intimidado no podrá responderles. Las otras voces del coro se unen a la cantinela un poco por interés y un poco por miedo, a sabiendas de que, mientras el mundo gire en la misma dirección que van ellos, es mejor no preguntarse quién maneja el volante ni a cuántos aplastan las ruedas. En España hay tres o cuatro temas que no pueden discutirse en público y Willy Toledo se ha atrevido a rozar uno de ellos. Si los filtros mecánicos fallan -como en este caso- y más personas de las que caben en un pañuelo escuchan lo que no se debe decir, entonces interviene el Santo Oficio para acosar, desprestigiar y amenazar al infractor. A Willy Toledo le han dado un grito para que no se atreva a hablar de nuevo.
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