sábado, 8 de mayo de 2010

Un Imprescindible bajo el Puente de los Franceses


Hay quienes luchan un día y son buenos. Hay otros que luchan un año y son mejores. Hay quienes luchan muchos años y son muy buenos. Pero los hay que luchan toda la vida, esos son los imprescindibles.

Bajo el título que da nombre a este blog reza un escrito de Bertold Brecht rico de contenido y pleno de forma, digno obituario de su gran autor: Los imprescindibles. Lo elegí al crear este blog hace ya casi cuatro años porque creo que sintetiza en pocas palabras una cualidad (o no, según la coyuntura), la perseverancia, indispensable en estos tiempos cambiantes en que parece que todos estamos de vuelta de algo a lo que todavía no nos hemos asomado siquiera, como pacientes rehenes de un virus del miedo que resisten como pueden y esperan que alguien les administre una vacuna a tiempo.

La perseverancia, decía mi abuelo, es una de las principales cualidades de la que puede presumir una persona, reflejo de una actitud que no se rinde fácilmente, impasible ante las bofetadas que le puedan caer a uno. Cabezonería, vamos, pero a poder ser fundada y razonada.

Cada día desde hace seis años recorro una ruta concreta, repetitiva, unas veces a medio dormir y otras a medio despertar, camino de mi facultad. Gracias a esa rutina me he aprendido horarios y costumbres de gentes anónimas que buscan en el día a día la excusa para vencer el cansancio: desde conductores de autobús hasta mendigos que atosigan ancianas en busca de unas monedas por los alrededores del intercambiador de Moncloa. Desde hace dos años aproximadamente, cuando paso por las proximidades del Puente de los Franceses montado en mi autobús veo a un señor (llamémosle, por ejemplo, Martín), de edad entre los cincuenta y los sesenta, fumador elegante y de mirada noble, apostado día tras día imperturbable, impertérrito y estoico, en busca de trabajo. Esquivando los coches, cada vez que el semáforo se pone en rojo Martín pregunta entre los conductores, en actitud lindante entre la indolencia y el desprecio, por alguien que le dé tareas que hacer. Casi da igual el qué: albañilería, fontanería o cualquier tipo de arreglos (Martín es, o más bien era, trabajador de la construcción). Dos años buscando trabajo en lo que sea, sin dejarse vencer por la desesperanza, sin ceder al desaliento ante un infructuoso presente. Dos años de pie en ese semáforo, haga frío o haga calor, desde las 8 de la mañana hasta la una y media de la tarde, hora en que abandona su particular lugar de búsqueda de trabajo para agarrar un autobús que lo devuelva a quién sabe dónde, mientras otro chico treinta años más joven le releva, retira los carteles que Martín tenía puestos a modo de anuncio ofreciendo su trabajo y comienza a hacer malabarismos en ese mismo espacio. Un eslabón más en la cadena.

Por ello ese espacio, como tantos otros, no es un simple espacio vacío. Es un lugar, lleno de vida y de momentos, bajo el Puente de los Franceses. Un lugar que ya fue escenario hace setenta años de una cruenta batalla de la Guerra Civil en la que un ejército de imprescindibles, a las órdenes del Capitán Rojo y al grito de “No pasarán” frenó a las hordas franquistas en su primer intento por hacerse con el control de la capital. Un lugar en pleno centro de Madrid, en medio del tráfico y del ruido, en el que tienen lugar escenas que, grandes y pequeñas, constituyen ese cemento social que forma parte esencial de la vida de toda urbe. Lugares y personas como esas son las que construyen una ciudad, las que demuestran que entre la Bolsa y el casino, por encima del puro del político y del maletín del banquero, más allá del cemento y del asfalto, sigue habiendo lugar para historias con alma, imprescindibles personas con historia que pueblan nuestros horizontes.

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