viernes, 29 de octubre de 2010

De hospitales.

Llegas al hospital, anuncias que has llegado, te sientas. Echas una mirada fugaz alrededor y de nuevo clavas la mirada en el suelo. Esperas. Captas una conversación lejana que te distrae unos segundos, te sientes reconocido en lo que escuchas. Esperas. Vuelves a mirar a tu alrededor, unos ojos te buscan, te encuentran y te regalan una de esas miradas que hablan por sí solas: "sí, yo también estoy aquí, te reconozco como igual, como jodido paciente jodido, sé lo que pasa por tu cabeza y tú por la mía, ojalá no estuviéramos aquí". Esperas. Sonidos de máquinas que te recuerdan dolor y miedo. Esperas. Olor, ese maldito olor que te impide cerrar los ojos, abstraerte e imaginarte fuera de esta sala. Esperas. Silencio, ese silencio tan propio de las personas que se saben enfermas e impotentes y esperan que alguien les dé una cura como un milagro. Espera y más espera.

Hay ciertas ocasiones en que uno se ve obligado a pasar por situaciones desagradables en contra de su voluntad. Hace un tiempo tuve que ir al hospital, haciendo la vez de acompañante de un familiar, lo cual me permitió abstraerme un poco de la situación y darle al coco de manera diferente a como lo hace un paciente directo. Ello me sirvió para tomar conciencia, reflexionar y animarme a escribir sobre el tema; en definitiva, me sirvió para decidirme a contar, desde la distancia que me otorga el hecho de no ser el afectado directo, aunque cercano, las sensaciones tan múltiples y diversas, frecuentemente calladas por dolorosas, que se viven en esos lugares.

Antes de continuar quiero hacer una declaración de principios: odio la palabra “paciente”. La odio porque a mi modo de ver es un vocablo que sirve para ocultar una condición natural –la palabra “persona”, que hace alusión a un ser vivo pensante y sensible- y sustituirla por otro término –“paciente”- que va acompañado de una menor carga emotiva y por lo tanto más vacía de sentido, de fuerza perlocutoria[1]. Yo reivindico siempre la fuerza de las palabras, y desde aquí quiero señalar que cada vez que sale de mis dedos la expresión “paciente” para referirse a un sujeto en tratamiento médico –no a uno que espera o que tiene paciencia- , lo hace para adoptar la acepción de “persona que padece”, con toda la connotación y carga emotiva que va potencialmente ligada a la palabra “persona”. Por supuesto, parece lógico que decir “persona que padece” conlleva asumir una carga emotiva mucho mayor, pero me veo obligado a insistir en esto porque no hago más que ver, cada vez que voy a un centro médico, que se habla de pacientes como si fueran cosas, y nada más lejos de la realidad. Ya está bien de deshumanizar el ambiente.

Retomando el tema inicial, cuando llegué a la sala de espera del hospital me senté y me puse a observar lo que ocurría a mi alrededor. A escuchar, a oler y a palpar ese ambiente frío y seco de hospital, ese ambiente del que nadie habla pero del que todos, en un momento u otro, nos vemos obligados a participar a lo largo de nuestra vida, directa o indirectamente. Ciertamente es en momentos como ese cuando te das cuenta de que es muchísimo más lo que nos une que lo que nos separa, que todos actuamos de manera parecida, que sin nuestra carcasa todos somos iguales bajo el sol. Como corderitos esperando en la cola para el matadero, los diferentes sujetos se agolpan, a veces casi hacinados[2], en diferentes salas, ocupando asientos de dudosa comodidad a la espera de la maldita llamada que les dirija hacia la jaula-consulta que les haya correspondido. En esos momentos fríos, decía, paradójicamente se producen gestos cálidos, quizás de los pocos que se dan en la vida social que nazcan de la mano con la más absoluta sinceridad, la que nace del miedo, de la complicidad y de la necesidad de compañía de otros ante situaciones traumáticas y dolorosas. Esa necesidad de compañía, de comprensión, nace de una sensación irremediable: la soledad del paciente. Esa soledad es tan dura como difícilmente solucionable o paliable. Hay quien dirá que estoy exagerando o hablando por mí, que hay pacientes que no están solos porque tienen familiares y allegados que los acompañan en todo momento. Pero no hablo de compañía física, no hablo del verbo “estar” solo, sino del “sentirse” solo. El paciente “está” –se siente- solo en su condición de enfermo, y por mucho que sus acompañantes quieran hacerle más llevadera la situación y ponerse en su lugar, jamás podrán hacerlo del todo, porque no son ellos los enfermos, no son ellos a los que les ha tocado esa maldita lotería, lo que hace verdaderamente difícil para los que lo rodeamos conseguir que no nazca en el “paciente” / “persona que padece” un cierto sentimiento, quizás egoísta, de soledad. Al mismo tiempo y paradójicamente, es esa soledad egoísta del paciente la que crea, a su vez, otro sentimiento de soledad cruel en la piel de su acompañante o cuidador, cuánto más doloroso si se trata de un familiar. Pocas cosas hay más difíciles que ser el acompañante, el copiloto de un viaje que, a unos más y a otros menos, marcará y afectará de manera irreversible. Pero eso es un asunto que trataremos en otro momento, volvamos al protagonista de este escrito, volvamos al “paciente”. Como decía, es esa gélida soledad del “paciente” la que explica las miradas de las salas de espera de un hospital, casi únicas, sólo comparables con las de presos en campos de concentración; ojillos que se asoman de entre la maleza del miedo y la tristeza buscando cómplices en esa maldita espera que transcurre lenta hacia no se sabe qué. Las caras, pálidas y tensas, demuestran el frugal sueño de la noche previa. El silencio, sólo quebrado por las escasas conversaciones farfulladas entre aquellas personas que tienen la desgracia de compartir el plus de la antigüedad por aquéllos lares - y que por tanto han tenido el tiempo suficiente de conocerse - se expande como la peste por entre las baldosas y nos impide acallar los pensamientos propios, tan dañinos a veces.

Aunque, sin embargo, quizás lo más irritante sea otro aspecto que es externo al “paciente”: el trato de algunos trabajadores del hospital hacia las “personas que padecen”. No necesariamente por mala voluntad, raras veces ese trato tiene en cuenta los sentimientos de tremenda vulnerabilidad del “paciente” y le da una respuesta adecuada. Es cierto que en ocasiones te topas con una persona decente, aunque por mi experiencia y la de mis allegados, no es lo más común. Por desgracia, lo más frecuente es que tengas que lidiar con malnacidos que tratan al “paciente” de manera áspera y ruda (suerte de mezcla de brusquedad y de desconsideración o dejadez, que se materializa en gestos como dejar puertas de consultas abiertas a mitad de exploración, en el entrar y salir de absolutos desconocidos mientras estás tratando de mantener la calma o a la espera de algunos resultados médicos más o menos relevantes, en llamadas a gritos para “invitar”, casi debería decir ordenar, al “paciente” a entrar en la consulta, etc.)[3]. Otra posibilidad bastante frecuente es que el sujeto se tope con personal del hospital que toma al “paciente” por imbécil y le habla como si se dirigieran a un bebé de 2 meses -aseguro que algunos clavan el tonillo y dan ganas de ahorcarlos con su propio estetoscopio por cretinos-. A los “pacientes”, perdón, a las “personas que padecen”, debería permitírseles llevar pistola; seguro que así se lograría equilibrar la balanza de la sensación de vulnerabilidad que sufren tantos usuarios de la sanidad, ya sea pública o privada. Seguro que quien ha sido atendido en un hospital sabe a lo que me refiero.

Pero ante todo este dolor, angustia y resignación, es necesario darse cuenta de que hay también esperanza. Si no, ¿qué sentido tiene pasar por semejante calvario? Pese a todo lo que he expuesto hasta ahora, esto fue lo que me impulsó a escribir este artículo: la esperanza. Si bien estoy seguro de que hay ocasiones en que uno no sabe por qué quiere tratarse, ya sea por escasa probabilidad de curación o por escasa probabilidad de que ésta alargue la vida lo suficiente como para que merezca la pena el proceso curativo. Supongo que cada uno se aferra a la vida primero por instinto y, más tarde, porque encuentra un buen motivo para seguir en la lucha del día a día. Sería bonito que fuese suficiente con acordarse de esa frase de la película Martín Hache en la que Eusebio Poncela se dirige a Juan Diego Botto y le dice: “siempre hay que seguir, aunque sólo sea por curiosidad”. Pero no siempre es así, y menos cuando el dolor o la desesperanza se convierten en tus compañeros diarios de viaje. Así que dejo abierto el final de este escrito; si alguien que se lo haya leído tiene alguna respuesta o propuesta que responda a la duda que he planteado, por favor que no dude en compartirla, quizás así nos sintamos menos solos en este viaje hacia Ítaca[4].




NOTAS

[1] La fuerza perlocutoria es la que produce una respuesta en el receptor a partir de un enunciado. Así tenemos:

[La ventana está abierta y hace bastante frío]

A: ¡Qué frío hace!

[Entonces B se levanta y cierra la ventana]

La fuerza perlocutoria es la que produce el efecto de que B se levante y cierre la ventana, porque comprende que ese es el deseo de A. Pretende provocar un efecto sobre el interlocutor (sorprenderlo, convencerlo, asustarlo...).

En el caso del trato hospitalario, referirnos a una “persona que padece” nos implica, nos afecta y nos pone en su situación. Es una persona como nosotros. En cambio, referirnos a un “paciente”, con la rebaja de sentido y fuerza emotiva y perlocutoria que conlleva, parece que nos limita a procurar su cura, pero no nos implica a la hora de ponernos en su lugar y tratar de proporcionarle bienestar físico o mental.

[2] Así es hoy la sanidad pública, para unas cosas mucho mejor que la privada pero en otras ha de mejorar severamente -lo cual, quede claro, no es pretexto para decir bobadas del tipo de que la sanidad pública no funciona, que es mejor la privada y chorradas por el estilo-.

[3] Este aspecto del trato que reciben comúnmente los usuarios de la sanidad en España fue reflejado perfectamente en un corto, “El parto es nuestro”, que formó parte del proyecto “Hay motivo”, el cual fue realizado en 2004 para promover el no-voto al Partido Popular (http://refugiocranko.blogspot.com/2010/05/es-por-tu-bien.html).

[4] Referido al poema “Ítaca”, de Konstantínos Kaváfis.

1 comentario:

YAwA dijo...

Si tuviera que calificar tus pensamientos con una sola palabra, lo primero que me viene a la cabeza es "verdad". La realidad del ser humano es ésta, ser vulnerable en sus peores momentos que siempre van acompañados de esa terrible soledad que acecha en cada momento y se acentúa en cada minuto en el que personas sin sentimientos llamados normalmente "médicos" colaboran a que todo sea más difícil. Te podrán curar quizás tu cuerpo, pero no tu espíritu.
Caminamos en un mundo lleno de gente pero al final siempre acabamos estando solos...