viernes, 15 de octubre de 2010

La batalla por la verdad.


Leo esta columna de Isaac Rosa el miércoles 6 de octubre en el diario Público.

Al leerla, no puedo evitar que me venga a la mente un extracto de un libro que leí hace tiempo. Se trata de "El arte de tener razón", de Arthur Schopenhauer, obra en la cual el filósofo alemán nos hace una recopilación de 38 estratagemas a seguir para salir victoriosos de una discusión -lo cual no tiene por qué estar relacionado con tener o no la razón, eso es harina de otro costal-. Así, me acordé claramente de la parte en la que Schopenhauer escribió:

Ciertamente no hay una sola opinión, por absurda que sea, que los hombres no hagan suya con facilidad tan pronto como se ha conseguido persuadirles de que es generalmente aceptada. El ejemplo actúa tanto sobre su pensamiento como sobre su conducta. Son borregos que siguen al manso allí donde les lleve: les resulta más fácil morir que pensar. [...] La universalidad de una opinión no es, hablando en serio, ninguna prueba, ni siquiera una razón para hacerla más verosímil. [...] Lo que se llama opinión universal es, considerado claramente, la opinión de dos o tres personas; nos convenceríamos de ello si pudiéramos observar la formación de una de estas opiniones universalmente válidas. Veríamos entonces que son dos o tres personas las que al principio la adoptan o plantean y afirman, y con quien se fue tan benévolo de suponer que la habían examinado bien a fondo: sobre el prejuicio de la capacidad suficiente de éstos, otros fueron a su vez adoptando su opinión; y, por su parte, a éstos les creyeron muchos otros cuya indolencia les aconsejó mejor creer sin más que comprobar fatigosamente. [...] Los que quedaban se vieron obligados a admitir lo que era generalmente admitido para no pasar por cabezas inquietas que se rebelaban contra opiniones de universal validez y sujetos impertinentes que pretendían ser más listos que el mundo entero. En este punto, el asentimiento se convierte en una obligación.


Sin duda, la batalla por imponer una opinión no ha obedecido casi nunca a la voluntad de alcanzar la verdad o la posición más justa entre varias, sino más bien al ansia por imponer unos u otros intereses de manera más o menos voluntaria. Sin embargo, en los últimos tiempos, estos tiempos oscuros de escasez de referentes y ocultismo de ideales, la violación constante de la verosimilitud alcanza cotas que rozan el alborozo y la vergüenza. Como escribí recientemente, esto me ha llevado a pensar que la política no es tanto una ciencia (si acaso, la ciencia política existe sólo en la academia y en los despachos, pero en cuanto baja a la calle es otra cosa) como un arte, una suerte de séptimo arte en el que la escenificación cobra una importancia inmensa. Todo lo que sale por la televisión (así como por la radio, la prensa y gran parte de Internet) es parte de un decorado, una escenificación interesada del relato de unos o de otros (de lo cual vive mucha gente, como los politólogos o los comunicadores, por qué no decirlo). Y es que eso es lo esencial: el relato. Un político, para lograr tener éxito ha de poseer un relato y ser capaz de venderlo bien. Del mismo modo que un escritor que no sea capaz de elaborar un buen relato no podrá vivir de su profesión. El problema es que el primero juega en el ámbito de lo público, poniendo en juego algo tan valioso como es la prosperidad de un país y de las personas que lo habitan, mientras que el segundo, sólo se pone en jaque a sí mismo y los que lo rodean.

En conclusión, a lo que quiero llegar es a una enseñanza que se obtiene de todo lo expuesto: la necesidad de luchar cada día contra las falsedades y las mentiras interesadas se hace hoy más necesaria que nunca, lo que se traduce en la necesidad de participar cada día de una renovada voluntad por filtrar las informaciones que nos llegan y condenar aquellas que juzgamos falsas, así como sus fuentes. Como decía el gran sociólogo Jesús Ibáñez, se trata de una “batalla contra la ilusión del saber inmediato”, es decir, un proceso en el que se filtra, se comprueba y se falsa. Seamos rigurosos, busquemos la verdad, no la banalicemos. No sigamos al manso y nos creamos todo lo que nos llega, o nos convertiremos en esos borregos a los que se refería Schopenhauer. Parece algo lógico, pero cada día me apena más observar cómo hay mucha gente, demasiadas personas, que se afanan en aceptar y defender fielmente la versión oficial, como ocurre con Chávez y con tantos otros asuntos. Como señaló Isaac Asimov, el mayor bien del hombre es una mente inquieta.

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