Un marino acude corriendo a su capitán, tras atravesar con urgencia toda la cubierta del barco:
- ¡Capitán! ¡Vía de agua! ¡Nos hundimos! ¡El barco hace aguas por todas partes! ¿Qué hacemos? ¡Haga algo!
El patrón, impasible, frío como el mármol, abre la boca con calma, mirando la nada en el horizonte, y afirma:
- No tener nunca que mentir, ni mucho menos a uno mismo. Algunos dicen que eso es la felicidad. ¿Qué opina usted?
El capitán apretaba un papel mientras hablaba; parecía una carta o una nota escrita a mano. Lo apretaba con toda su fuerza, lo retorcía, lo frotaba con la desesperación de quien lo ha perdido casi todo. El marino, aturdido entre el caos reinante a bordo y la desconcertante respuesta de su superior, replica ansioso:
- Capitán, no le entiendo. ¡Pero por favor haga algo! ¡Ordene algo! ¡El caos reina en cubierta! ¡Que nos hundimos! ¡Media tripulación ha usado ya todos los botes salvavidas! ¡Queda sólo uno para usted, y debería usarlo ya! ¡Deme instrucciones!
El capitán, de nuevo haciendo gala de una sorprendente calma y serenidad, rozando quizás la indolencia más estúpida, responde:
- No me ha contestado. ¿Es que no tiene respuesta para esa pregunta?
De repente, la soga que bajaba ese último bote salvavidas se parte, saliendo disparada en dirección a la polea que la sujetaba y de ahí hacia el capitán, a quien roza el mentón fuertemente, provocándole una leve hemorragia. El capitán, como si acabara de despertar de un sueño profundo, se frota el mentón, se mira la sangre, y se dirige al marino que tiene al lado:
- ¡Pero qué está pasando aquí! ¿Cómo no me dijo nada? ¿No ve que nos hundimos? ¡Rápido! ¡A los botes salvavidas! ¡Preparen el mío! ¡Será imbécil! ¡Cómo pudo no avisarme!
El marino, resignado ante lo injusto de las acusaciones, contesta, temeroso:
- Capitán, intenté avisarle, pero el ruido le impidió escucharme…
En ese momento se quiebra el mástil y cae con violencia, partiendo la cubierta. El barco se hace añicos en segundos y los dos hombres caen al agua, junto a los marinos que quedaban a bordo, una gran mayoría, demasiados para tan pocos botes salvavidas. El desastre ocurrió. Los escasos candiles que quedan encendidos son disputados por los hombres que luchan por flotar en la superficie. Luces errantes en un agua extraña y helada que anuncia el final. El marino y el capitán logran asirse a un gran tablón de sipo y, tras recuperar el aliento, se miran, sin saber que hacer, aunque en cierto modo aliviados por la compañía mutua.
- Debió haberme avisado, teniente. No es posible que no me haya enterado de lo que estaba pasando con todo el ruido que había en el ambiente. ¡Es responsabilidad suya mantenerme al corriente de todo lo que sucede en el barco! – Recrimina, enfadado, el capitán.
El marino, angustiado por la crítica situación, replica, sintiéndose cada vez más solo:
- Capitán, se lo he intentado decir. Varias veces incluso, pero el ruido más potente no era el de cubierta, sino el que había dentro de su cabeza. Si salimos de esta, no me importa volver a servir a sus órdenes, pero antes debe aliviar ese ruido, debe callar ese ruido.
Y el capitán se hizo entonces consciente de lo que le pasaba. Por primera vez escuchó la lluvia caer sobre su casaca. Caído del caballo, sintió que iba limpiando sus pecados poco a poco. El ruido se fue callando y dejó paso al murmullo de las olas, al chapoteo del tablón de sipo y al repiqueteo de la lluvia sobre éste y sobre el agua salada. En medio de aquel desastre, se sintió en calma. Vislumbró una isla en el horizonte y dirigió a sus náufragos hacia ella. Todavía quedaba la esperanza.
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