jueves, 7 de abril de 2011

Infelices

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El optimismo es propio de las almas que tienen una sola dimensión; de las que no ven el torrente de lágrimas que nos rodea, producido por cosas que tienen remedio. Federico García Lorca

En los actuales tiempos de tensiones y dramas cotidianos, existe una gran mayoría de la población que comienza a prescindir –a la fuerza- de un bien tan necesario y tan abstracto como la ilusión. Son – somos – gentes de bien por lo general, que buscan en el día a día el motivo para seguir luchando contra una realidad tozuda que se empeña en hacernos caer en la desesperación. Unos porque no encuentran trabajo, otros porque lo han perdido, otros porque han perdido o van a perder su casa… Al final, muchos se dan cuenta de que, sin que sea culpa suya, a fuerza de estrellarse con la realidad, se han perdido a sí mismos, desnaturalizando su personalidad, sus convicciones y sus acciones. Todas estas personas que comparten estos sentimientos, comparten algo que es mucho más común de lo que nuestra pequeña conciencia individualista nos permite concebir. A fuerza de golpes nos hemos ablandado, nos hemos dejado llevar por los sinsabores constantes, y en lugar de cabrearnos con lo que sucede a nuestro alrededor, indignarnos y rebelarnos –es decir, levantarnos y luchar por que las cosas mejoren-, nos hemos quedado inmóviles en un rincón, paralizados y asustados ante un Leviatán que hace temblar todo lo que nos rodea. Da rabia, pero todavía no he perdido la esperanza en que un día más temprano que tardío tenga lugar una especie de cabreo colectivo que nos una contra los poderosos, contra los causantes de tanta decadencia, que tienen nombre y apellidos. Da rabia, digo, pero es totalmente comprensible lo que nos pasa, pues somos seres pensantes, pero también y sobre todo, sintientes, sensibles a lo que vemos, escuchamos, tocamos. Somos humanos.

Lo que nunca he conseguido entender es a esas personas cuya característica principal es la corta capacidad de miras, aquellos que no ven nunca más allá de su nariz, que comparten su sensibilidad con la suela de un zapato. Esos individuos que se levantan cada mañana lamentándose por tener que ir a trabajar (si, hay quien tiene trabajo), que viven a 5 minutos del trabajo pero no dudan en coger el coche para trasladarse allí, que se preguntan cuánto habrán subido sus acciones en bolsa. Esos individuos se preocupan por su realidad inmediata, pero no les duele lo que no les toca, son incapaces de desarrollar una sensibilidad con el prójimo que les haga replantearse su situación. No salen de su burbuja ni por casualidad.

Lo que no duele no hace dudar, y estos individuos son capaces de pasarse una vida entera sin dudar. Hablo de esas personas que, viendo cómo está el percal, son capaces de gastarse 1000€ en una Termomix porque sus amigos tienen una (a los 6 años yo tenía argumentos mejores para pedir juguetes a mis padres). Individuos que, observando lo que sucede a su alrededor, se limitan a mirar y a esconder la cabeza, como si nada fuera con ellos. Lo mismo les da ver colas inmensas de gente aguardando a la puerta de comedores sociales, que ver cómo en los últimos 3 años se ha multiplicado el número de personas pidiendo en la calle. Son gentes que no se preguntan sobre los contrastes que nos abofetean la cara cada día; cómo explicar que en la Gran Vía de Madrid podamos, al mismo tiempo y en el mismo espacio, ver el lujo más exclusivo –estrenos cinematográficos, musicales, tiendas de moda- y mendigos, prostitutas esclavas de sus proxenetas, signos de pobreza no sólo económica, sino también moral, propios de una civilización en crisis. Daños colaterales, dirán algunos, necesarios para que el sistema funcione. Pero según mi impresión un sistema que me ha hecho pasar más años de mi vida en crisis que en bonanza no es un sistema que funciona (adelante, haz el cálculo). Y el problema es que este sistema sigue adelante porque unos estamos paralizados y otros muestran una indolencia insultante, mirando para otro lado si alguien intenta plantearles la más mínima duda. Como decía Serrat, entre esos tipos y yo hay algo personal.

Así estamos, pues. Infelices. Unos porque se ven arroyados por una realidad dolorosa que no controlan y les aterroriza seguir empeorando. Otros, porque ni siquiera se han planteado qué es para ellos ser felices. Y puede que surja quien me diga que la felicidad es un mito. No tengo respuesta exacta y clara para quien me pregunte qué es para mí la felicidad. Pero sí sé lo que no es. Para mí, es totalmente imposible permanecer insensible a los problemas de la gente que me rodea, esté más cerca o más lejos. Me es imposible ser feliz viendo llorar a tanta gente. Me es imposible quedarme quieto, insensibilizarme y agachar la cabeza mirando sólo para lo mío. Para mí la felicidad tiene un componente fundamental social. Y se pasa mal, puede que hasta cueste trabajo. Pero no es algo que se elija. Es una cuestión de dignidad personal. Y merece la pena.

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