martes, 13 de marzo de 2012

Alguien se quedó dormido.

rev

“habrá otro –entre sí decía–
más pobre y triste que yo
y cuando el rostro volvió
halló la respuesta viendo
que otro sabio iba cogiendo
las hierbas que él arrojó”
(Calderón de la Barca)

No hace falta mirar muy atrás para que la comparación sea pasmosa, cruel o insólita.  Tanto,  que los insultos de ayer se han convertido, en esta España de la restauración popular, en piropos cotidianos. Los comentarios jocosos o las miradas conmiserativas se han tornado expresiones recurrentes de envidia y anhelo. “¡Currela!”. “Pues quién pudiera… ¡Currito!”. “Eso era antes de los minijobs… ¡Mileurista!” Pues los cinco millones de parados y algunos millones de trabajadores con sueldos bien por debajo firmarían hoy con los ojos cerrados esa condición. Y los ejemplos no se acaban. Todos los que se acuerdan de la huelga general de 1988 contra el Plan de empleo juvenil  –cuando se popularizó la pintada “hazte empresario: el gobierno te pone los esclavos”– miran con nostalgia esos momentos en donde el deterioro parecía un paréntesis y la vida un crucero donde camareros sin rostro brindaban anocheceres donde no se acababa la música. Sindicatos,  sindicalistas y trabajadores también recuerdan esos tiempos en donde se luchaba –se luchaba aunque sin exagerar– por la jornada laboral de 35 horas. Ahora, que nos vamos hacia las 40-45 horas semanales –los privilegiados, que el resto hace tiempo que las pasaron–, aquella idea del recorte del tiempo de trabajo para que trabajáramos todos (y, al tiempo, trabajáramos para vivir y no al contrario) es vista con la nostalgia con la que Jorge Manrique veía los tiempos de su padre, el de las coplas, ya pasado a mejor vida (y corría el siglo XV). Quién pillara hoy un contrato basura de los de antaño.

Sabemos que las luchas de ayer son los derechos de hoy. Aunque el tiempo todo lo dulcifica, sin cabezas cortadas de reyes nunca hubieran llegado los derechos civiles (¿Ya hemos olvidado que sin la toma de la Bastilla no hay Revolución Francesa?). Sin barricadas, incendios y confrontaciones, hoy el voto seguiría siendo censitario, un privilegio para las clases con renta. (¿Hemos olvidado las revoluciones de 1830 y de 1848?). Sin la ejecución de los zares, sin Emiliano Zapata y Pancho Villa –la primera Constitución que recoge derechos sociales en el mundo es la de Querétaro de 1917. Por la simple razón de que ellos hicieron su revolución antes–; sin la toma del Palacio de Invierno, sin la revuelta espartaquista de Berlín o el levantamiento popular de los Crisantemos que trajo la república en Hungría en 1919, nunca hubiera disfrutado Europa y América de derechos sociales. Por si no bastara, tuvo luego que derrotar a las potencias del eje, que se sostenían en una derecha que, asustada y en crisis, decidió abrazar el fascismo como mal menor. Y fue el mayo del 68 el que brindó el último empuje, generalizando los derechos de identidad –sexuales, de raza, género, edad– y clausurando, hasta nueva orden, las maneras autoritarias heredadas del periodo de entreguerras y la posterior guerra fría. Es ahí donde se miró, aunque de manera pacata, la Constitución española de 1978. Pero si los derechos de hoy son las luchas de ayer, las luchas de hoy debieran ser los derechos de mañana. Pero  entretanto, alguien se quedó dormido…

Los Estados fueron privatizando lentamente –tardaron cuatro décadas– la función crediticia, hasta llegar al disparate actual donde el Estado crea dinero –en nuestro caso el Banco Central Europeo– que se lo entrega a los bancos privados –a un interés del 1%– y estos luego lo vuelven a colocar en el mismo Estado a tipos superiores. Si te traen el dinero a casa ¿para qué madrugar para ir a ganarlo? El entramado “bancos-grandes empresas-clase política-medios de comunicación” está perfectamente engrasado. Como un único cuerpo de ejército se reparten las funciones para que la estafa quede encubierta bajo otros rubros más aceptables por la ciudadanía.  Cuando pensaron que la gente iba a echarse a la calle a cazar a los políticos y a los banqueros a lazo, dijeron que había que refundar el capitalismo. Pero las gentes abandonaron sus “plazas Tahrir” y, como ahora en Egipto, regresaron los militares.

La cartelización de los partidos –convertidos en franquicias de un cártel con reglas fijas que deben cumplirse para pertenecer al club– los hace deudores de los bancos y de la lógica estatal donde ellos operan. Dentro de esas reglas, no hay solución. Esta fase final del ciclo largo –que históricamente se ha solventado, tras la burbuja financiera, con guerras–, sólo se solventa si alguien aprieta los frenos de emergencia –una metáfora que acuñó  el más heterodoxo de los frankfurtianos, Walter Benjamin, en la crisis de los años treinta–. Difícilmente van a hacerlo los políticos, los banqueros, los empresarios o la iglesia, todos beneficiarios de esta alocada carrera. Queda el chófer y, en última instancia, los que frenan los coches cortando las calles. Como sostiene Andy Merrifield, el derecho a la ciudad se conquista recordando que la ciudad también es de los que se van quedando en los márgenes de la misma, es decir, en los márgenes del empleo, la educación, la salud, la vivienda…

Tanto quejarnos de que los estudiantes no estudian y van, hacen suyas las calles e interpretan correctamente a la Escuela de Frankfurt y sus profundidades filosóficas. Esto es aprender sobre la marcha. Sólo suspenden los que se han quedado dormidos.

Juan Carlos Monedero*

(*) Juan Carlos Monedero es profesor titular de Ciencia Política y de la Administración en la Universidad Complutense de Madrid y director del Departamento de Gobierno, Políticas Públicas y Ciudadanía en el Instituto Complutense de Estudios Internacionales.

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