Cruzando la calle, aquella noche oscura como el recuerdo de tus ojos tristes, iba caminando a casa tras un día agitado, un duro día de aquel año terrible. Desmigajado por la pena, me sorprendió tu llamada y no supe no responder.
Querías verme, dijiste, querías verme.
Tanto ha pasado ya, tan largo semeja ser el camino transitado, que no supe qué decir. La garganta hecha un nudo, los puños agarrotados, y los pies ligeros en la huida. Quizás sea peligroso resbalar por esa ladera de mármol salpicada de recuerdos tenebrosos, retroceder tras tanto paso dado adelante. ¿Volver a caer en un agujero del que cuesta tanto salir? De hecho, ¿acaso es posible salir?
- Cariño, necesito verte, hace tanto ya…
- No lo necesitas, sólo quieres curar tu herida, sentir que no estás sola. No me utilices como un pañuelo, hoy no es mi día, y todo apunta a que mañana tampoco lo será.
- No es cierto, quiero verte. Te echo tanto de menos… ¿Puedes oírlo? Están tocando nuestra canción.
- Puedo oírla. Claro que puedo oírla. La escucho cada mañana al levantarme. Es lo último que escucho antes de dormirme.
Entre el estruendo de ladridos que me gritaban tu ausencia, me pregunté cuál sería el sentido de tu llamada. Tú me insististe, esperabas de mí que me entregase, que fuese a por ti. ¿Por qué?
- No sé qué esperas de mí, si voy no puedo ser tu amigo. Sabes que no lo puedo ser, ya te lo dije. Y si sólo puedo ser tu amigo, prefiero olvidarte.
- No me importa, necesito verte, déjame verte ahora. Por favor.
Al llegar el bar estaba vacío. Entre columnas de humo, tan sólo unas pocas sombras resistían el olor a azufre de la noche agonizante delante de la barra. Allí estabas tú, con tus ojos revoltosos, tu sonrisa pícara y tus aires de Marquesa de Baeza. Nos miramos, nos acercamos, el bar quedó desierto y se templaron las luces.
- ¿Ya no tienes miedo de verme? – Pregunté.
- No lo sé, sólo quería verte, necesitaba verte.
- Sabes que no sé qué esperas de mí. Creo que no debí haber venido.
Sin perdernos de vista, nos dejamos descolgar con la canción más lenta. Las miradas sostenidas en un compás eterno, el corazón acelerado a golpe de tambor, me agarraste de la cintura y mi abrazo te correspondió. Al momento te susurré al oído.
- No suelo dejar que el Señor de la Noche decida por mí, no quisiera que esto se alargara hasta que nazca el día. Si no acabamos ya, no podré controlarme.
Tu silencio fue la respuesta. No dijiste nada, pero tampoco te separaste. No moviste ni un dedo. Nuestros pechos enfrentados parecían hablar un idioma propio. Descubrimos que nuestros cuerpos tenían una conversación más interesante si permanecíamos en silencio. Me apretaste más fuerte y en ese momento quise morir.
- Te echo de menos –dijiste mirándome a los ojos.
¿Qué haces?, me pregunté. ¿Aprovechas la vida o persigues la muerte en vida?, una voz susurraba en mi cabeza. Tembloroso, respondí:
- En un beso sabrás todo lo que he callado.
Como animales salvajes, sin tener en cuenta nada ni a nadie, se vieron con sus cuerpos desnudos en medio de todo y de todos, como un paréntesis en medio de la gris realidad, una laguna de vida entre tanta muerte. Puede que, tras el amanecer, todo pareciera caduco, marchito, que se hubiera estropeado. Pero en ese instante sólo existió el presente, el ahora, el aquí te pillo aquí te amo. Muerto el futuro, merecía la pena que el fin del mundo los pillara amándose.
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