viernes, 28 de septiembre de 2012

A la muerte de Santiago Carrillo.

No estoy de acuerdo en muchas de sus decisiones, pero en todo caso, en la batalla política del día a día, es de ley reconocer que era uno de los nuestros.

Érase un hombre a un cigarrillo pegado, por Juan Carlos Monedero.

Santiago Carrillo ha muerto. ¿Qué Carrillo?

Nunca ha existido “un” Carrillo. Han existido tantos como personas se le cruzaron en cada uno de los momentos en los que estuvo presente. Cada cual va a su encuentro caminando por el ángulo que le resulta más cómodo. Para algunos llevaba muerto mucho tiempo. Para otros –más acertados- Carrillo no se va a morir nunca. Su cigarrillo va a humear la memoria particular de mucha gente durante mucho tiempo. Una memoria en blanco y negro. Los buenos documentales de Carrillo siempre regresaban a los tiempos en los que el color no había llegado a las pantallas.

Un monstruo sin escrúpulos y un elfo vestido de libertador con gafas de pasta;  un arrojado clandestino con peluca y gabardina y un hombre a un cigarrillo pegado capaz de echarse un pitillo con el enemigo; un diablo rojo y con tridente de Stalingrado y un santo ungido con los óleos de la Inmaculada Transición. Honra a los diputados del PP que no se han levantado en la ovación que le ha brindado el Parlamento: ayuda a que nadie olvide quiénes son, especialmente ahora que se oyen voces que aúllan el encuentro, la concordia y el consenso para asumir, todos a una, el rescate y sus recortes.  Los mismos diputados que se pusieron en pie cuando aprobaron la participación de España en la guerra de Irak, ahora, sentados. Los que gritan a los parados “que se jodan”. Los de la red Gürtel y los políticos sin sueldo para que vuelvan a las Cortes los Don Cayetano y Don Gabino de cuando la noche franquista. De la noche de Franco, ese que odiaba a muerte a Carrillo. El Carrillo que se hizo rojo defendiendo con la vida la República. Ángulo afilado.

Carrillo se reía de su muerte y también de la memoria que de él tendrían los españoles. ¿Cómo no se iba a reír de los que permanecieron sentados mientras la “casa de la democracia” le aplaudía? Esa casa asustada el 23F, asustada cuando el pueblo le dice cómo quiere que legislen, asustada porque nuevos republicanos quieren rodearla el 25S. ¡Todos al suelo! Bien han hecho los diputados de la extinta Alianza Popular quedándose sentado en sus sillones de madera de pino. Algunos tienen esa relación peculiar con las cosas del dios que tantas cosas les perdona.  Carrillo nunca creyó en dios. Ni cuando estaba ya agazapado para darle un susto al creador en su reino. Diputados populares sentados ante la muerte de alguien a quien trataron y conocieron. Pensaba que eso estaba reservado a los que no creemos. Pero ellos…Su dios y sus jerarquías siempre autorizaron matar a Carrillo y lo que significaba. Compasión nunca han tenido.  Irán a misa este domingo.  A pedirle que Carrillo arda en el infierno. Allí no le faltará fuego para el tabaco.

¿Son acaso mejores los hipócritas que aplaudieron en el hemiciclo como si el finado fuera uno de los suyos? Es raro que muera un político comunista y te alabe el rey y un sindicalista, el PSOE y el PCE, Rosa Díez y Esperanza Aguirre, Llamazares y Centella, Belén Esteban y Alejandro Sanz, Felipe González y Martín Villa, Alfonso Guerra y Adolfo Suárez Jr.? ¿A qué Carrillo saludan? ¿Qué destello del rincón en el ángulo oscuro vienen a iluminar? ¿Qué reflejo del espejo miran para que no les moleste la misma persona? Nunca ha existido “un” Carrillo. Cada cual lo envuelve en la luz que le interesa. Él, mientras, sonríe envuelto en humo. El cigarro no era un bastón: era una cortina. El teatro que llevaba por dentro nunca lo ha contado.

Antes de los 60 nunca lo malditizaron. Luego, Carrillo fue el para siempre el de Paracuellos, el de las sacas, el asesino de Muñoz Seca, el responsable de la Junta de Madrid (el Madrid que resistió, a diferencia de otras capitales de Europa, tres años a los fascistas). Esa imagen de Madrid resistiendo en la antesala de la segunda guerra mundial estaba en los ojos de todos los demócratas del mundo. De Humphrey Bogart y de la madre de Ernesto Che Guevara. De Pablo Neruda y de Lázaro Cárdenas. En esa ciudad estaba Carrillo. En ese momento. Carrillo heroico en celuloide en blanco y negro tan blanco. En el mundo recuerdan a los luchadores antifascistas. En España no. En los documentales sobre Carrillo, el antifascismo no aparece. Tampoco el maquis, salvo para explicar que había infiltrados que debían ser ejecutados.

Luego, el PCE abandonó a los últimos soldados de la República que andaban por los montes y los bosques. Ya estaba Carrillo aplicando lo de la reconciliación nacional. El franquismo sabía que eso era peligroso. Lo de los 25 años de paz tenía que ser un invento en exclusiva del Caudillo. No recordar la guerra, sino celebrar la paz. Carrillo se había convertido en un problema. Hacía falta demonizarlo. Nunca fue responsable de dar la orden de ejecutar a los presos franquistas en Paracuellos. Paul Preston acaba de demostrarlo por enésima vez. Pero la derecha necesita que Carrillo sea el de Paracuellos. Creen que así se nota menos el genocidio que cometió Franco con decenas de miles de gentes honradas culpables únicamente de ser leales con la República. Contra la que se levantaron los fusilados de Paracuellos.

No será fácil determinar si esa medida, tomada en tiempos de una guerra que habían empezado los sediciosos, fue una decisión criminal (muchos de los asesinados estaban en la cárcel por ser responsables de la Quinta Columna que ametrallaba las terrazas de la capital. Las tropas franquistas estaban, además, muy cerca. El gobierno estaba roto por el golpe de Estado. Pero a diferencia de lo que hacía Franco, la República no podía fusilar sin juicio. La República no podía ser como Franco. Aquello no volvió a repetirse). Lo que sí cabe afirmar, de manera más contundente, es que fue una decisión innecesaria y estúpida. Y Carrillo no era estúpido. Pero ese sambenito le acompañó hasta el último día. Si los franquistas dicen que empezaron la guerra porque había muerto una persona –Calvo Sotelo- ¿qué no harían por los 2.500 de Paracuellos? Maldito por toda la eternidad Carrillo. Gritaban así los mismos que hoy le han aplaudido. Qué extrañas escenografías hace la política. Serás cosas del consenso.

Carrillo manejó con mano de hierro su partido. Su partido terminaría expulsándolo. Su comunismo de partido era de libro. De un libro no siempre luminoso. En blanco y negro. Duro, inclemente, de voz enronquecida. Hombre de tiempos oscuros. Nos dejó una democracia que hoy necesitamos criticar. Con una bandera que la mitad del país no siente suya. Con un rey que se fotografía con ladrones, hace negocios con el mundo árabe y sale campechano con su familia en el Hola entre bronca y golpe a su chófer. Con una ley electoral propia de una dictadura y no de una democracia. Con una judicatura franquista. Con las mismas familias del dinero con cada vez más dinero. Con una cultura política nada republicana. Sin un referéndum sobre la Constitución, sin un referéndum sobre la monarquía, sin un referéndum sobre casi nada. “Tienen todo. No les vamos a dejar el Rey también a la derecha”, me dijo una vez que le reproché su defensa de la monarquía. No tenía razón, pero su reflexiones nunca eran en vano. Un maquiavélico príncipe florentino rojo que siempre hacían pensar.

Sus coetáneos dicen que ayudó a traer la democracia. Desde generaciones posteriores, algunos pensamos que ayudó a traer una democracia demediada. Es fácil, dirán desde esa franja de edad, criticar a toro pasado aquellos años. Puede ser verdad. En una ocasión, en un almuerzo en la facultad de ciencias políticas, le dije que hiciera un penúltimo servicio a la democracia que íbamos a heredar y se pusiera al frente de la crítica a la Transición, que reconociera que no hicieron ninguna maravilla sino simplemente lo que pudieron. Lo que les dejaron. Que los vicios de la transición son los vicios de la democracia. Guardó silencio. Otros en la mesa golpearon con los tenedores los platos. Él guardó silencio. Como el silencio de los más de 120.000 republicanos asesinados y enterrados aún en zanjas, cunetas y fosas comunes. Carrillo dijo que con la ley de amnistía quedaban enterrados todos nuestros muertos. No era verdad. Una democracia asentada sobre un genocidio no es luminosa. Es sucia. Por mucho que el olvido quiera limpiar ese lecho. No hay humo en casi un siglo de cigarros para tapar ese agujero.

Hay mucha luz en esos fotogramas a los que aún les falta mucha voz. Carrillo representa la memoria del partido más glorioso en la noche infausta del franquismo. El ángulo lleno de gloria. Y la misma gloria refulge cuando la invasión de los tanques del pacto de Varsovia fue condenada por el PCE pese a ser la URSS anfitriona y soporte de los dirigentes exiliados. Carrillo es la gloria de los asesinados en Atocha y del sindicato que era “el” sindicato igual que “el” partido era el partido, de los estudiantes muertos por la policía, de la ejecución de Grimau, de los cientos de miles de años de cárcel de los militantes comunistas. Carrillo era el honor de los dignos sentado en su asiento en el Congreso de los Diputados mientras volaban las balas de Tejero durante su asonada real. Carrillo era, pese a que mandó retirarla, la bandera republicana y también esa resistencia miliciana que está en el ADN de la verdadera democracia española. Es el rostro de buena parte de lo mejor de nuestra historia reciente. No porque él fuera su actor único, sino porque le puso rostro al relato con su presencia de comunista eterno. No hay “un” Carrillo. Pero ese Carrillo de la dignidad de un pueblo es el más imperecedero. No encaja con el del relato épico de una transición hecha por reyes, políticos inventados en Alemania o franquistas reconvertidos. No todos los Carrillos son compatibles. A cada cual su humo.

Cada quién, en esta tarde que ha ido a reunirse con la tierra, el aire y el agua, va a recordar al Carrillo que más le sirva. Todo un siglo de vida le ayuda a ser como los poemas de Neruda, propiedad de aquél que los necesita. Mal vamos a cohonestar el Carrillo inclemente con el fascismo o con la cobardía con el Carrillo adulado por el PP o el PSOE. Mal cuadra el Carrillo que arengaba a defender Madrid con uñas, armas y balas, el Carrillo que señalaba a la CEDA como la antesala del fascismo con el Carrillo celebrado por Fraga, Martín Villa o Juan Carlos de Borbón. Mal se compadece el Carrillo que sabía que hacer política es jugarse el pellejo con el Carrillo de los pijos que nos gobiernan y que sólo arriesgan el dinero de la ciudadanía. Pero es pronto. Carrillo no se muere, salvo para sus amigos, salvo para sus familiares, de un día para otro. Hay Santiago para rato. Ahora que estamos perdiendo con tanta facilidad la democracia demediada que teníamos.

He visto a Santiago pasearse por los alrededores del Congreso el 25S. Menudo, con ese paso firme y tambaleante, con su gabardina, el ángulo del cigarrillo marcando un espacio imposible en la iglesia de los Jerónimos. Sonriendo pícaro. Juraría que es Carrillo. ¿Qué Carrillo?

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