Aquella tarde sintió algo. Por primera vez en años sintió algo. Su cuerpo se estremeció ante sensaciones que hacía tanto que había olvidado. Se incorporó y se sentó en el borde de la cama, exhausto y calado en sudor, mientras escuchaba sus propios jadeos. El largo tiempo postrado hacía que sus músculos y su cabeza se quejaran, entumecidos, enviando señales contradictorias a su mente confusa y aletargada.
Se incorporó, se sentó en el borde de la cama y dejó caer los pies descalzos sobre el suelo. Lo encontró limpio, fresco, apreció su firmeza plana y se irguió. Avanzó dubitativo por la penumbra de la habitación, abrumado por las sensaciones en las plantas de sus pies. Los tímidos destellos del atardecer se colaban fugitivos entre las rejillas del ventanal y se estrellaban contra él, mostrando luminoso su pecho desnudo y pálido. Se observó a sí mismo en el espejo. Había adelgazado, las costillas se le insinuaban en los costados, los brazos y piernas colgaban como palillos, el pelo y la barba, desordenados, no ocultaban las ojeras excavadas durante meses de oscuridad.
Continuó avanzando por los pasillos de lo que había sido su refugio tanto tiempo. Por primera vez en meses lo veía de verdad, se veía a sí mismo de verdad incrustado en el mundo. Un mundo que había abandonado tiempo atrás y que había decidido seguir su rutina de vida sin él. Paralizado, tiznado de pena y desesperanza no había ofrecido resistencia alguna a su condena a muerte en vida.
Avanzó hacia la entrada de la casa, esquivando el viejo paragüero de mimbre donde sólo quedaba un paraguas oscuro mal conservado. Se quedó inmóvil frente a la puerta, pensativo. Sabía que sólo ella lo separaba de la vida exterior. Sintió el sudor en su frente, calor y sofoco y corrió hacia el baño, lavándose la cara compulsivamente con el agua fría que salía a presión por el grifo totalmente abierto. Se secó y se miró en el espejo. Sus ojos hundidos escrutaron el lugar en el que alguna vez hubo una mirada directa, cercana, sincera. Había estado ausente, secuestrada o escondida tanto tiempo que ya no recordaba cómo era; en un instante fue consciente de que había olvidado cómo miraba al mundo antes de perderse. Y en consecuencia también cómo el mundo lo miraba a él.
Y en un instante dejó de mentirse. Como un cuerpo que recibe un alma nueva tras años buscándola. Como la visión fugaz de un recuerdo conmovedor en un momento insospechado. Aquella tarde le sirvió como preludio del reencuentro con las emociones perdidas, con la consciencia de su entorno, con la identidad sustraída.
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