A esas horas en las que en los peores antros sólo queda la mejor gente, Martín, amigo y camarero en uno de mis bares-refugio frecuentados, se me acerca con actitud fraternal, con sus andares canallas y una cerveza en la mano, se sienta a mi lado y me habla:
- ¿Qué haces aquí, joven poeta? Hace ya mucho tiempo que no se te ve acompañado de esa chica triste que te hacía reír. De hecho, hace mucho tiempo que no se te ve a ti, con tu pinta seria –añade un tono de cierto retintín-, tu aire bohemio con sombrero y tu mirada cara pero cálida –Martín siempre me dice esto porque según él suelo mirarlo como un autómata, distante y congelado hasta que me invita a algo-.
Lo miro, le hago un gesto cómplice y permanezco en silencio. A nuestro alrededor, en la sala, apenas permanecen unas pocas parejas apurando al ritmo de la música los últimos tragos de la madrugada entre destellos de amor y desamor. Al fin, Martín prosigue:
- Tienes razón, –dice ahora con aire resignado- hace mucho que no se te ve. Así, a secas. Parece que te han consumido todas esas nubes negras que traías detrás de tus guerras acabadas.
- Los restos del naufragio quedaron esparcidos, desaparecidos, quemados o quebrados –hablo al fin, con voz apagada, sin despegar la mirada de la mesa abarrotada de botellas-. Todavía los estaría juntando si no fuera…
- Es cierto eso que dicen, ¿sabes? –me interrumpe subiendo el tono de voz-. Siempre hay que morir un poco para nacer mejor.
- Joder –le interrumpo ahora yo-, he visto partos menos dolorosos. No lleva a nada bueno creer que el dolor sirve para algo, que la injusticia o el sufrimiento tienen sentido.
- ¿Y qué? Ya deberías saber que el dolor es siempre anterior al pensamiento. Y a casi cualquier cosa que merezca la pena. Piénsalo, hay malas temporadas que, cuando pasan, te permiten disfrutar mejor lo que viene después.
- Creo que este perro ya está en los huesos, no le queda hueco por doler –hago una pausa y aprovecho para beber el último trago que queda en mi copa-. De no besar se seca la piel. Y casi todo lo de dentro. La soledad es como un ácido que va devorando todo lo tierno que hay en uno hasta volverlo duro, insensible, inerte. Y no hablo de soledad física, Martín. Me refiero a esa soledad emocional, sensitiva, esa que te hace conectar con los que te rodean…
Suspiro y hago una pausa, cierro los ojos con fuerza y frunzo el ceño tratando de hacer patente que aún no he terminado. Mientras, una pareja abre la puerta y sale del bar abrazada, riendo y caminando con un zigzagueo delator de su feliz huida etílica. Ambos la vemos alejarse por la cuesta infinita de la Calle Ave María.
- Quince dobles se han tomado –comenta Martín sin quitarles la mirada de encima-, llevaban aquí desde las diez sin parar de beber cerveza. Hay gente que necesita muy poco para irse contenta a la cama.
- Creo que ya no necesito tener alma, Martín –retomo el hilo, volviendo a clavar mi mirada en la mesa-, ya no necesito tener fe, estoy solo y cada vez me interesa menos lo que ocurre fuera de mi cabeza y de mis libros.
- Ten cuidado, hay quien ha caído y se ha quedado abajo. Es peligroso estar lamentándose siempre.
- Nah… – respondo con desdén y lo miro fijamente- No me estoy lamentando. En serio, no es la tristeza la que me hace pensar estas cosas. Sé lo que es estar abajo y, créeme, hace mucho que no estoy ahí. Esto es sólo un alegato en contra de la mediocridad de todo lo que se ve por aquí –hago un gesto circular con el brazo señalando a nuestro alrededor-. Porque, dime, ¿qué ves?
Martín parece desconcertado, hace un gesto levantando las cejas y los hombros pero permanece en silencio.
- Hay belleza –respondo-, en alguna parte supongo que la hay. Belleza, luz, bondad… llámala como quieras. La hay, pero está embarrada, oculta entre la mediocridad, la superficialidad y la incapacidad humana de progresar de manera intelectual y emocionalmente sana.
- Entiendo… creo. ¿Crees que a la gente se le ha olvidado vivir y sentir de verdad? –pregunta Martín dubitativo, como un niño que en el colegio trata de adivinar el resultado de una división sin tener claro el mecanismo por el que se llega hasta él.
- No lo se. Creo que estamos en una época difícil. Hay muchas emociones e ideas mezcladas, quizás más que nunca. Pero en lugar de enriquecernos nos aturde, nos abruma y nos confunde. Lo queremos todo ahora y sin renunciar a nada, perseguimos la omnipotencia, como torpes aprendices de dioses, sin darnos cuenta de nuestras limitaciones como especie. Ocurre igual que en una inundación: todo es agua y agua por todas partes. Pero precisamente por ello es más difícil que nunca conseguir agua potable.
- Puede ser. Pero de verdad, no le des tantas vueltas a todo, no sirve de nada. Lo que hay es lo que hay. Vive con ello.
- La vida es un círculo plano. La historia no se repite, pero rima. Vivimos, creemos que caminamos hacia adelante, pero hacemos las mismas cosas, nos encontramos a las mismas personas vistiendo distintos cuerpos… Sólo hay que tener valor para intentar mirar siempre hacia adelante y lucidez para darte cuenta de por dónde has pasado ya. Supongo que ese es el sentido de todo.
- Joder, ya me estás hablando otra vez como si escribieras sobre mi cara –murmulla Martín, con actitud resignada, justo antes de echar un trago más a su cerveza.
- No te lo tomes a mal, sólo pienso en voz alta. Y sé que te entretiene –digo socarrón-
- Puede ser, pero luego me metes todas esas ideas en la cabeza y no puedo dejar de pensar, ¿cómo sabes tú cuándo parar?
- Las ideas ya las tienes –afirmo con aire de superioridad-. Yo sólo soy tu interlocutor, el que te libera de lidiar con ellas por tí solo.
- No te creas tan bueno, chaval. Si no fuera por estas conversaciones no le daría tantas vueltas a las cosas. Y seguramente sería más feliz sin que nadie me hiciera replantearme nada sobre el sentido de la vida. Tú puedes hacer lo que quieras, puedes quedarte ahí mirando al infinito, reflexionar y filosofar sobre todo lo que te pasa y lo que no te pasa, pero que sepas que la vida no se puede posponer, que lo presente es lo que hay y con lo que tienes que vivir sin olvidar que, de fondo, hay un reloj que arrastra, con su tic tac eterno, a todos los que vivimos en esta realidad finita.
Se hizo el silencio. La última afirmación de Martín sonó a reprimenda de un padre contra los discursos de un adolescente criticón demasiado idealista, aunque sabía que en parte yo estaba en lo cierto y que ninguno de los dos teníamos alternativa para pensar de otro modo, pues nuestra naturaleza es la que es. En la penumbra de ese rincón, a las tantas de la madrugada, nos quedamos en silencio sentados en la misma mesa, terminando nuestras cervezas y planeando ya nuestro siguiente encuentro.