"Oía
latir mi corazón, oía latir los corazones de todos, oía los ruídos
humanos que allí hacíamos. Nadie osaba moverse, ni cuando nos quedamos a
oscuras."
Raymond Carver en "De qué hablamos cuando hablamos de amor".
Era una tarde de julio o de agosto, de esas que se repiten hasta rozar la redundancia y atrapan la voluntad en una red de pereza irresistible, más llevadera en estado contemplativo horizontal. Estaba sentado sobre un dique de un puerto lejano, escuchando el repicar rítmico del mar contra las rocas y dejando volar lejos los malos pensamientos que había traído en la maleta. Haciendo un esfuerzo abrí los ojos como quien regresa a la superficie tras un rato buceando, miré alrededor y descubrí que no estaba solo.
Llevaba una temporada bailando en la penumbra del silencio perpetuo, negando y olvidando a quienes aguardaban afuera. De repente, en aquella vorágine de destellos, olas marinas que me llamaban desde la orilla y voces lejanas secuestradas por el viento, lo entendí todo. Feliz, me giré y miré a los míos, me levanté decidido, enérgico, y me abracé con ellos. Sentí su calor, apreté mi pecho contra el resto, notando cómo se clavaba la tensión en las costillas de cada uno como si fueran a explotar. Y sin que ninguno lanzase una sola palabra me supe conectado con ellos tantos años después.
- “Todo se mueve muy deprisa, pero este es un momento que recordaré siempre”- les dije.
Las temporadas dejaron paso a los meses, los meses a las semanas, éstas a los días, los días a las horas y éstas últimas a los instantes. Y en cada instante aprendí a ser feliz, a disfrutar del amor de los pocos que aún quedaban y me arrojé a un mundo nuevo aislado del minutero que todo lo maneja hasta que lo olvidas y te liberas de las cadenas de lo material.
Y en la ausencia del tiempo logré encontrar la pureza de cada instante y su belleza.