Hace ya varios calendarios que no te veo sonreír.
Mi mente me trae un recuerdo cada día más borroso desde este lado del muro de silencio sanitario impuesto por prescripción facultativa. Desierto de sal que rodea y protege, como territorio en cuarentena, el aljibe de los preciosos recuerdos y las incógnitas suicidas.
Intuyo tu sombra en cada esquina, a ratos recuerdo tu olor, quizás tu risa se me aparezca esta noche en mi almohada. Espero que los monstruos se queden entonces debajo de la cama, que el colchón sea bote salvavidas mecido en la bahía, que juntos tarareemos a Ismael un rato eterno y que nuestro beso sea tan intenso que por un instante recordemos cuánto cuestan los billetes hacia la felicidad compartida.
Felicidad compartida entre sollozos y risas, por instantes calma y a temporadas prisas, no te enfades cariño, te hago la cena, hoy traigo un buen vino y ya se te escapa una sonrisa. Hay quien dice que una vez estuvimos cerca del amor, si es que estuvimos cerca del amor…
El amanecer me sorprende solo en el bote salvavidas. Despierto, te busco en el horizonte y no hallo rastro de tu visita. Remo y remo en círculos hasta darme por vencido y me convenzo de que todo fue una mala jugada de mi subconsciente. Dejo caer, exhausto y confuso, mi cuerpo sobre el bote mientras me siento envejecer a cada segundo que pasa. Reconozco que con la vigilia regresan las canas y, a veces, también el síndrome de abstinencia.
Al rato, más calmado, miro al cielo tumbado boca arriba sobre mi bote salvavidas, mecido por el vaivén de las olas. Tras unos instantes, escucho el chapoteo de un cuerpo no identificado que me desvela. Me asomo y veo que la marea me trae una botella que transporta un papel adentro. Viene directa hacia mi. La agarro y la abro con cautela, extraigo de dentro con cuidado el papel enrollado, como quien acaba de encontrar una reliquia de tiempos pretéritos. Lo desenrollo, lo leo y compruebo que contiene un mensaje escrito a mano:
“Hacía ya varios calendarios que no te veía sonreír”.