Hace unos días murió uno de los
referentes más importantes para quienes estudiamos y trabajamos con el lenguaje
al tiempo que luchamos por hacer de un mundo que está patas arriba, un mundo mejor: Eduardo Galeano.
Su falta se percibirá como tal,
porque en adelante parecerá que nos robaron algunas palabras del diccionario. Él
y sus libros llenaron innumerables tardes de luz de verano, frecuentes son las
conversaciones que tengo comentando su obra y sus enseñanzas. Y por supuesto él
tiene parte de culpa en que yo estudiara lo que estudié, eligiera la profesión
que me ocupa hoy y disfrute cada día la pasión por el lenguaje que quienes me
conocen reconocen.
Por momentos imagino posibles
habilidades que contiene su Currículum Vitae: escultor de metáforas, audaz
alfarero de belleza dialéctica, guerrillero indignado en un mundo dominado por indignos, lúcido rastreador de identidades, abogado
defensor de los nadie, soldador artístico de continentes y contenidos, creador de
palabras desnudas de mentiras, sembrador de pensamientos, abono de los campos
de sueños, trillador de ideas, mentor de poetas inéditos, poeta militante de por
vida, escribano de causas (justas) perdidas…
Con su marcha nos quedamos un poco
huérfanos de maestro; Galeano es uno de esos hombres imprescindibles que llenan
de significado ese adjetivo que ocupa la famosa cita de Berltolt Brecht y que
inspiró este blog en sus primeros años. Hoy me inspira para volver a escribir en
él algunas líneas, aunque sea con ocasión de una despedida.
Ojalá que, como en este cuento, el
silencio no sea eterno y algún día podamos disfrutar de sus enseñanzas como si
fuera, de nuevo, la primera vez.