Otra vez. Una y otra vez. Comienzo, nudo y desenlace. Como una fórmula matemática maldita grabada en el frontispicio del oráculo de la (post)modernidad.
Tu pelo único, tus manos cuidadas, tus ojos abiertos como platos, tus labios, tu sonrisa, tu voz, tus ideas, tu olor. Todo encaja.
Y así un día, y otro, y un tercero, tal vez una temporada de paz interior, curiosidades mutuas y pasiones comunes despertadas.
Lo pienso, lo medito, lo reflexiono, lo siento, lo practico. Todo parece adecuado, bien, conforme a lo que debe ser un encuentro entre dos personas que se atraen y disfrutan pasando tiempo juntas mientras se conocen sin demasiada prisa.
Y sin embargo, sucede.
“Clic”.
Estoy frente a tí, compartiendo una cerveza –una de tantas-, debatiendo sobre política, sobre cine, sobre psicología, sobre música o sobre lo que quiera que en este momento ocupe nuestras cotidianidades. Ya sabes que en los últimos tiempos he dejado de ser el chico tímido que observaba y reflexionaba: hablo en público –es lo que tiene ser comunicólogo y politólogo (sí, esos términos están en el DRAE) a jornada completa-, milito en los pasillos y en las barras de bar, entro al trapo –no puedo evitarlo- a la menor ocasión y tiendo a sacar de mi cabeza toda esa retahíla de pensamientos, emociones y ambiciones que durante años guardé para mí.
Tú insistes en impelerme y rebatirme, en discutir, en medir nuestros relatos como quien calcula la altura de una mesa y comprueba que encaja bajo la estantería. Todo sigue en orden. Yo quiero gustarte, tú deseas lo mismo. Aquí paz y después, gloria.
“Clic”.
Con el tiempo, la cosa sigue su transcurso normal. Seguimos quedando, seguimos hablando, paseando, viendo películas y discutiéndolas, escribiendo cosas que un día soñamos o imaginamos. Y sin embargo, conforme recorremos el camino empiezo a percibir que el avance deja de ser común. Comienzo a caminar solo. Comienzo a hablar conmigo, a rebatirme a mí mismo, a sentir cosas por mí mismo… Físicamente estoy acompañado, pero una parte de mí, la importante, se ha desdoblado e iniciado un vuelo libre hacia otro mundo; cualquiera menos este en el que estoy contigo. Pero no quiero pensar que en tan poco tiempo ya haya esquilmado todas las reservas de estímulos que podías aportarme. “Son cosas mías”, me digo, “habrá que encontrar otros ámbitos que explorar”. Me tengo que relajar, no puedo pretender ir a 200km/h veinticuatro horas al día, siete días a la semana. Pero el caso es que hay una idea que no se me va de la cabeza: has dejado de sorprenderme…
“Clic”.
Me obceco. No quiero verlo. No otra vez. Me niego a pensar que soy incapaz de ser una “persona normal” –recordadme que tenemos un debate pendiente sobre lo que hace a una persona “normal”-, tomarme la vida al pedo más a menudo, relajarme viendo la Tv o leyendo a John Banville, salir a correr, quemar mis ansiedades en el gimnasio, volver a casa y cenar viendo el Intermedio, salir con personas “majas” –siempre me ha hecho gracia el término “majo” cuando es utilizado a modo de cajón de sastre para definir a aquellas personas mediocres carentes de ningún atributo destacable en su personalidad más allá de no ser unos cretinos- y conformarme.
Pero joder, tengo la sensación de que hemos visto películas diferentes; tú me dices que me fijo en detalles sin sentido y yo replico que tú no te fijas en lo importante. Es igual, dejémoslo, ya nos entenderemos.
“Clic”.
¡Arg! ¡No hay nada que entender! ¡No puedo escapar de ese martilleo en mi mente! Llevo semanas escrutándote, analizándote sin deber, buscando excusas para seguir intentándolo contigo, sometiendo a examen cada ínfima acción o comentario tuyo para convencerme de que eres suficiente para mí. Maldita sea esta manía mía de exigir a los demás lo mismo que yo me exijo a mí.
“Clic”.
La lucecita en mi cabeza se encendió y no tiene sentido cerrar los ojos; ya no hay marcha atrás. Si, lo reconozco, soy culpable: ¡Aunque no quería he escuchado otra vez ese puto “clic”! Lo oigo cada vez que nos vemos y, me jode decirlo, pero no hay nada que hacer, no tienes nada que hacer. Y, en serio, no insistas; sé de lo que hablo porque no eres la primera ni probablemente serás la última.
“Clic”.
Uf, vaya día. Explicar “clics” no es lo mío, aunque tras varios años he aprendido a hacerlo con cierta habilidad didáctica –¿queda feo si reconozco que alguna vez una pequeña parte de mí, la más fea, la más egoísta, disfrutó el momento?-. Te lo cuento, lo aceptas y a otra cosa. Se cierra un capítulo, comienza la cuenta atrás para el siguiente: ¿cuánto pasaré sin escuchar de nuevo ese clic retumbar en mi cabeza? Maldito infeliz.
Mi ego, expansivo y ya liberado de cadenas, campa a sus anchas. Siento alivio, en parte. Puedo volver a mi yo natural, sin fingir, sin sobreactuar, centrado en mis cosas, mi casa, mis discursos y mis libros. Puedo volver a mí, que a fin de cuentas, y a falta de personas realmente interesantes, es lo que más me llama. Yo, mí, me, conmigo. ¿Vanidad, altivez, fanfarronería? O, como señala la compañera de trinchera Miss Caulfield, ¿sencillamente “basura infrahumana”?
Sucede que también hay días grises de tormenta, domingos por la tarde y noches en las que vuelves del trabajo con arañazos en todo el cuerpo. Y es en esos momentos en los que por las grietas de lo que estoy orgulloso de ser, se filtra como ácido una sensación de abandono sin remedio. Y en esos ratos soy consciente de todas las tardes de cine en solitario, cual paracaidista que es lanzado a una butaca y se siente desconectado del resto de la sala, como si sólo él pudiera ver y entender los subtítulos de la película, en sánscrito para los demás. Cuántas noches de vuelta a casa y “si tienes huevos lo escribes”. Va, mejor me lo quedo dentro que si lo saco asusto a la gente… o me reconozco demasiado a mí mismo y hoy no me apetece, que es domingo por la tarde. Cada “clic” es un luto sobrevenido.
Y sí, es una mierda. Es una mierda predicar en el desierto. Es una mierda escuchar ese “clic” que te hace consciente de que ya le has visto el “bicho” a esa persona con la que medio salías desde hace una temporada y ahora sabes que no hay nada que hacer.
Y aceptar una y otra vez que tu naturaleza te hace tan exigente -contigo, con todos- que, al menos de momento, te compensa estar solo.
Por otro lado, ¿qué alternativa cabe? ¿Acaso fingir que te conformas? ¿Es posible rendirse y quedarte con lo que tienes sólo por miedo, angustia o comodidad? Asusta pensar que ese ansia, esa pulsión que a veces deviene en obsesión por gustar, por ser aceptado, por seducir o por ser querido pueda evolucionar hacia un simulacro macabro de lo real que te explote al cabo del tiempo dejándote el culo al aire, el corazón helado y las piernas más cansadas.
Pero, ¿acaso podemos elegir?