Hace unos días me tomaba un descanso
de algunas horas en la vorágine de la campaña y aprovechaba para ver a varios
amigos. Amigos de esos que son perfectos para desconectar porque no tengo nada
en común con ellos: ni profesión, ni lugar de nacimiento, ni aficiones, ni nada.
Si, a veces encontrar gente con la que poder quitarte la mochila de experiencias
que cargamos, dejarla en casa para poder desdoblarnos de lo que somos y salir a
encontrarnos con extraños a pelo, también es bueno. Quizás sólo a
veces.
El caso es que allí estábamos, en
una noche de invierno que no lo parecía –más de 16ºC-, con las ventanas abiertas
para ventilar el humo y a la luz de varias lámparas de mesa estratégicamente
distribuidas por una estancia amplia. Un grupo de varias personas -no lo
recuerdo bien, pero calculo que entre 10 y 15- charlando de chorradas, de cosas
de las que yo jamás hablaría –ni reconoceré que algún día hablé-, como el arraigo sociocultural de las
fallas de Valencia o la validez de ciertos aspectos morales de pseudo películas que nunca veré, como 50 Sombras de Grey.
Tras un buen rato y varias cervezas,
la gente se comenzó a animar; unos elegían canciones y subían el volumen de la
música, otros fumaban en el balcón; había quienes intentaban bailar y otros,
como yo, seguían en el corrillo de los debates pretendidamente intrascendentes.
Fue entonces cuando, de repente, una chavala recién conocida, compañera de piso
de un amigo, se aproximó a mí y, sin yo entender por qué, ya que sólo habíamos
intercambiado un par de saludos y gestos cordiales, me preguntó:
- Oye, ¿tú qué buscas en una
chica?
Seguramente ella pensaba que le
respondería algo como “unas buenas tetas” y “que sea divertida”. Sin embargo,
contesté de la siguiente manera:
- Confiar –afirmé severo-. Creo que
hoy, por desgracia, sólo podemos aspirar a confiar en las personas
que tenemos cerca. Y no es poco.
Es cierto que, cuando hablo de
ciertos temas, la expresión de mi cara no es jovial o sonriente. Es como si me
saliese el militante que llevo dentro, siempre dispuesto a hacer campaña por un
mundo libre de cretinos y cretinas sentimentales, por personas maduras y
valientes y en el que se hable de verdad sobre lo que está en juego. ¡Es el
amor, estúpid@s!
En fin, confiar, que no es
poco. Y tanto que no es poco, aunque en mi caso por desgracia no sea igualmente
suficiente, como
ya relaté hace unas semanas. No obstante, mi respuesta, seguramente
por automática pero quizás también por franca, pareció impactarle. Mi
interlocutora se quedó atónita, mirándome a los ojos en silencio durante varios
segundos. Súbitamente inquieta como quien recibe una bofetada que, por
inesperada, desvela violentamente las ensoñaciones en las que, mitad
voluntariamente o quizás por comodidad, se hallaba sumergida. Yo la miraba a los
ojos; le aguantaba la mirada esperando algún tipo de reacción. La chica –ni
siquiera logro recordar su nombre ya que no la volvería a ver-, tras varios
segundos de duda, al fin acertó a decir con voz débil:
- Joder, buena respuesta -afirmó.
Pero ella ya no estaba allí. Ya no estaba hablando conmigo ni me estaba mirando a mí. Su expresión, pálida y seria, parecía clavar en mi pecho su mirada, que me atravesaba y la transportaba hacia algún lugar que sólo ella conocía.
Pero ella ya no estaba allí. Ya no estaba hablando conmigo ni me estaba mirando a mí. Su expresión, pálida y seria, parecía clavar en mi pecho su mirada, que me atravesaba y la transportaba hacia algún lugar que sólo ella conocía.
Se dio media vuelta, avanzó hacia el
pasillo, abrió la puerta y se sumergió en la oscuridad tenebrosa de las
escaleras. Dejó que ésta se cerrara despacio, arrojando tan sólo el leve
chasquido del picaporte como señal de su huida. Se marchó caminando hacia su casa entre lágrimas. Dos
horas más tarde, la muy aparente pero tortuosa relación que mantenía con su pareja hasta esa
noche, saltaría por los aires.
Ella sólo quería
confiar.