Alguien me dijo una vez que es imposible conectar de verdad con alguien si no se comparten los mismos hábitos alimenticios. Lo cierto es que nunca he logrado demostrar lo contrario, así que supongo que algo debe de tener de cierto esa afirmación.
En mi opinión, lo mismo ocurre con la música que escuchamos, tocamos y disfrutamos. Las canciones que escuchamos nos marcan e identifican con un código indeleble, como la tinta del rotulador que mancha una camisa blanca y jamás la abandona del todo. Una vez que nos han inoculado el “virus” melódico, nada nos hará disfrutar más que permanecer escuchando una y otra vez a aquellos autores que habitaron nuestra infancia, acompañaron nuestra adolescencia y embriagaron nuestros momentos felices.
Quién sabe si esto no es también una maldición. Quién sabe si, tal vez, este código musical tiene un lado oscuro que, al mismo tiempo que nos permite sentirnos como en casa cuando conocemos a alguien marcado por el mismo sino, nos impide conectar totalmente con aquellos que no son portadores de la misma huella sonora que nosotros. Quizás esta parte de nuestra identidad se halla también marcada por la relación de amor y odio que mantenemos con todo lo que algún día amamos, en ocasiones sin conocer el motivo.
Hace unos días se celebró en Madrid un evento mágico. Más allá de las connotaciones políticas, que no hacían sino anunciar la gran fiesta de la confluencia de las fuerzas de la izquierda, el evento se erigió en un acto de hermanamiento de personas que compartimos alma. Silvio Rodríguez, Aute e Ismael Serrano lideraron desde el escenario en Vallecas un acto precioso de los que echo de menos cuando estoy lejos de Madrid.
Tras varias horas de encuentro, muchas emociones a flor de piel y alguna lágrima vertida desde el escenario, regresamos a nuestras casas enriquecidos con todos los dioses adentro, seducidos por la ilusión de que nos encontramos más acompañados que nunca.