Cuánto daño hace la democracia a algunos colectivos profesionales. Casi podría decirse que, a más democracia, peor para los politólogos. Ya desde la campaña que precedió a las elecciones generales del 20 de diciembre, especialistas en ciencias políticas salen de debajo de las piedras para responder a unos y a otros tratando de explicar realidades complejas.
Para gente como yo, ni las vacaciones sirven para descansar; las reuniones con amigos y familiares se convierten en debates simplificados y a menudo interrogatorios sobre el nuevo mundo que se ha abierto ante sus ojos: LA POLÍTICA -si, así con mayúsculas-.
El pódium de las cuestiones está ocupado, sin duda por: "¿Cómo puede haber un número distinto de votos que de escaños?" o "¿qué es la Ley D'Hondt esa?" "Cómo puede ser que Izquierda Unida tenga casi un millón de votos y sólo 2 escaños, pero otros partidos logren 6 escaños con apenas 300.000 votos?"
Personalmente, a mí me encanta que haya tanta gente interesada por LA POLÍTICA. Algo que, sin embargo, hasta hace unas pocas semanas, era aburrido y pertenecía al mundo de "los políticos" -esa gente tan pretendidamente arrogante, habladora y dilatadora de procesos hasta la extenuación-. Y es que no dejo de repetirme que la Transición sirvió de mucho. Sirvió para cosas buenas, pero también para otras malas; una parte importante de la sociedad se desentendió de lo político, delegó sus deberes de ciudadano, sus intereses por lo público y lo común, depositándolos en una élite partidista que, casi 40 años después, resulta que se ha demostrado podrida, corrupta en una gran proporción. Y en parte ha podido pudrirlo todo gracias a la dejadez que de lo público -e incluyo lo político en esta categoría- se hizo desde una buena proporción del conjunto de la generación de mis padres.
Repito que a mí me encanta que haya gente tan interesada de repente por LA POLÍTICA. Y me gusta debatir y discutir, enseñar y escuchar. Sin embargo, en ocasiones me canso y pierdo la ilusión al constatar que los mismos que ahora se interesan tanto, son los que más se resisten después a recuperar para sí aquellos deberes de ciudadano, seguramente porque la resistencia al cambio es enorme y venimos de una tradición de nula educación política. Cuesta dejarse las comodidades del ocio, del irse de compras y limitarse a preocuparse de los "intereses particulares" -como si lo público, lo colectivo, no afectara a los intereses particulares de cada uno de nosotros-. Peor aún si, además, la alternativa implica verbos cansados: remangarse, pensar, reflexionar, analizar, aprender, dialogar, debatir, decidir.
Sin embargo, toda ilusión renace en mi yo politólogo y se multiplica si, por cada diez conocidos con los que comparto charla, uno me hace nuevas preguntas al cabo de unos días. O me comenta que quiere participar, o que le recomiende un libro para profundizar en algún tema. Merece la pena; es como asistir al entierro de un "cuñado" y el nacimiento de una persona adulta que, implicada en la vida pública, decide comenzar a entender en qué consiste dejar de ser esclavo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario