Julio Anguita González / abr 10
Mundo Obrero
Aunque llevo una actividad más intensa de lo que debiera y quisiera, tengo tiempo para charlar casi a diario con camaradas y amigos- también jubilados y también inconformistas- en torno a una copa de vino en esa ágora inigualable que es la plaza de la Corredera de Córdoba. De un tiempo acá los veo tensos, preocupados y poseídos por una incredulidad tallada en la más dura de las rabias ¿Cómo es posible que esto esté pasando? ¿Hasta cuando esta degradación? ¿Por qué el encanallamiento es ya una seña de identidad mayoritaria en la política española? ¿Es qué no hay comentaristas, analistas o colectivos que se atrevan- desde el inmenso asco, la inmensa náusea y la inmensa repugnancia- a situar a la Justicia española en el lugar que ella se ha puesto, es decir en la yacija más astrosa del lupanar? ¿Por qué a esa pequeña isla llamada Cuba se la hace centro de las violaciones de los Derechos Humanos sin más argumentaciones que el uso fraudulento, trucado y tahuresco de los estudios de Amnistía Internacional? ¿Socialista un ministro que ante el panorama que ellos han ayudado a consolidar sólo se le ocurre apelar a los fondos privados de pensiones como garantía de tener una jubilación decorosa? ¿Socialista un gobierno que carga y recarga sobre los asalariados los costes de una crisis en absoluto generada por ellos?
Mis anonadados contertulios- con muchos años de cárcel algunos de ellos- todavía tienen la capacidad de extrañarse, de escandalizarse, de asquearse. Siguen siendo personas honradas y con deseos de consumir los años que les queden de vida en una lucha organizada, ideológicamente vertebrada y sin concesiones a lo mal llamado políticamente correcto. Quiero decir que estos hombres con los que comparto vino, tiempo, compañía y vivencias están pidiendo a gritos ser enrolados en algo más efectivo que una simple, burocrática y rutinaria afiliación política.
Nunca estuvo más clara la degradación del capitalismo. Nunca fue más evidente la expresión que se acuñara hace tiempo, de que la opción estaba dramáticamente situada entre el Socialismo o la barbarie. Nunca la barbarie se benefició de más consenso pasivo, abulia, desorganización y miedo escénico extendidos entre los dominados. La resignación es como un velo letal con el que la mayoría social ha vestido su inhibición.
Las condiciones objetivas para organizar una respuesta ciudadana masiva, con líneas programáticas claras y con seriedad son óptimas. El enemigo que hemos combatido durante décadas y siglos carece no sólo de legitimidad social sino de alternativa medianamente plausible a la luz de los principios más elementales de la Justicia, los Derechos Humanos e incluso el sentido común. Su ensañamiento con los que menos tienen sólo es posible porque éstos están desorganizados, invalidados y sobre todo desarmados en cuanto a la ilusión, la confianza, los valores de solidaridad efectivamente visibles y el referente que los galvanice, los catalice.
Se constata cada día la aparición de manifiestos, llamamientos, denuncias colectivas, plataformas y propuestas de reagrupamiento que van consiguiendo un cierto respaldo que -aunque creciente- se circunscribe a hombres y mujeres de las culturas de la izquierda clásica y a los nuevos proyectos de liberación. Sin embargo falta algo. Faltan la historia, la organización, las siglas, la memoria y la experiencia de miles de hombres y mujeres que como mis amigos de la Corredera no se resignan a dejar de combatir. Falta una chispa, una línea de acción, un llamamiento, una Convocatoria desde el ejemplo unitario y sin cicaterías.
Somos miles y miles de ciudadanos y ciudadanas los que estamos dispuestos a renunciar a muchas cosas menos a una: el impulso liberador organizado y programado que nos llevó en su día a militar con todas las consecuencias. Organicemos la Utopía.
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