sábado, 17 de julio de 2010

Retrato de un cumpleaños amargo.

Todo es una carga para este cuerpo, para este alma mutilada, podrida de dolor.
Todo es un esfuerzo innoble para una mente fatigada de soportarse a sí misma.
El mundo acaba donde comienza el viento de cara, me doy la vuelta y no quise saber más. A mis cuarenta y diez no sé dónde ir, pero si de donde vengo. Sé mirar para atrás, pero se me olvidó soñar hacia adelante, y así nos va.

Miedo es mi costumbre, mi amigo inseparable, mi cáncer, mi muerte.
Dolor, mi recuerdo más temido, mi demonio, mi lucifer. Mi razón de ser.
Mirando al infinito paso segundos, minutos y horas, como esperando un día tras otro a que el mundo me regale una explicación, me acurruque en su regazo, me diga que todo pasó y que desde ahora seré feliz. Como si un Demiurgo de poder absoluto nos hubiera prometido alguna vez que la ilusión de la justicia universal fuera a dejar de ser creencia, para alcanzar la categoría de certeza indiscutible.

La amargura de mi día a día me empapa como a un bebé recién nacido.
Miro a mi alrededor, y no soy capaz de discernir ninguna mirada cómplice, ningún príncipe azul que me venga a salvar de mi propia cárcel, de este infierno que me consume poco a poco.

Pero es que hay cosas que si no cierras los ojos no se ven. En este momento cierto de soledad, que no por buscada es menos agria, se fraguan las mejores remontadas, se ganan las batallas épicas y se labran los mejores futuros. Porque igual que para las buenas revoluciones, toda fase inicial ha de ser perféctamente anárquica.

Pero no hay fuelle, no hay chispa, sólo brasas a medio arder, ascuas a medio apagar...



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