Juan Carlos Monedero
No nos equivocaríamos buscando nuestro teorema de Poincaré de la ciencia política en dos lugares: primero, por qué en tiempos de crisis no triunfa la revolución; luego, cuáles son las razones por las que una monja de filiación vaticana y misa y comunión diarias puede votar a un político putero, ladrón o mentiroso que incumple, cuando menos, 15 de los diez bíblicos mandamientos. El modelo es Berlusconi, pero no le andan a la zaga, aquí en Celtiberia, nuestros clásicos, jaleados por medios de comunicación que, si bien no desafinan, abundan, como lamentaba Valle-Inclán en Luces de Bohemia, en entonar “una nota más baja que el cerdo”.
El tradicional “calumnia que algo queda” se ha traducido a un bochornoso “miente, que les gusta creernos”. Esta síntesis de Trillo sobre un corolario de la ley de Murphy constituye la visión central del PP. Está detrás de las perennes negaciones de lo obvio con las que enfrentan sus problemas de corrupción (Gürtel, Fabra, Alicante); sustituye al estruendoso silencio de propuestas económicas (en una crisis de su propio modelo); o se esgrime al atacar en España lo que hacen sus socios en Europa. Escuchar a Soraya Sáez, Cospedal, Rajoy, Camps o a Aguirre, remite patéticamente al Homer Simpson de: “¡Yo no he sido! ¡No me has visto! ¡No puedes demostrarlo!”. Pícaro en Springfield, pero demasiado bufo incluso para la calle Génova.
Pero la pregunta, viendo las encuestas, sigue siendo: ¿brutos o astutos?
La única certeza humana es la muerte. De ese destino, salen dos grandes respuestas. Una, el miedo. La otra, la esperanza. El miedo es inmediato, pone en alerta la supervivencia y despierta mecanismos de defensa. El miedo monologa. La esperanza, por el contrario, tiene como objetivo el futuro. Es una construcción intelectual, un proceso que necesita pensarse con los otros. Es un diálogo. La derecha siempre ha apelado al miedo. La izquierda a la esperanza. Cuando caer en la escala social es probable, distanciarse de los fracasados es una opción. Otra, organizarse. Odiar es más sencillo.
Varias derechas se nutren de esa desconfianza. Una acomodaticia, obediente, amante del orden o rehén de algún privilegio. Otra tecnócrata, para la que no existen pobres sino perdedores. Otra españolista, recelosa de cualquier otra identidad próxima (las otras naciones de España). A menudo, también es cristiana, entroncando con esa España eterna que se alzó con Don Pelayo, expulsó católicamente a moros y judíos, y continuó su pelea con Austrias, Borbones, carlistas y franquistas contra bohemios, gitanos, masones, liberales, ateos y rojos.
La socialdemocracia, como en otros tiempos, se encarga de apuntalar responsablemente el capitalismo. Como si su tarea histórica fuera esa. Cubierta, la derecha, verdadero núcleo del actual modelo liberal capitalista, se da el lujo de decirse antisistema. Sarkozy, Sarah Palin, Berlusconi o Esperanza Aguirre hablan de rebeldía fiscal y desobediencia ciudadana, cuestionan a los jueces y hasta critican al Estado o a algunos poderosos. Sólo la derecha se atreve a ser políticamente incorrecta. Es la arrogancia sobrada del señorito. Torrente, al final, no es un antimodelo: es el paradigma a imitar. Que le pregunten a Aznar o a Mayor Oreja.
Al tiempo que la socialdemocracia argumenta con la gobernabilidad, la derecha sin complejos alimenta el miedo, ofrece coartadas ajenas a cualquier valor y organiza la rabia. Roban, ríen y dicen a la ciudadanía: no te preocupes. Soy tu representante, ego te absolvo. Miente, amenaza, piensa sólo en ti, que yo también lo hago. Para que no haya fisuras, lanza un mensaje a los cuatro vientos: ¡todos los políticos son iguales! Pura cultura nacional-católica. Esa que habíamos superado en la Inmaculada Transición. ¿Educación para la Ciudadanía? ¡Pecad! Estáis perdonados.
Este modelo necesita enemigos para funcionar. Lo ofrece esa izquierda financiada por Moscú, hecha anti España y pura horda en octubre de 1934, y representada hoy principalmente por el PSOE (en esencia porque les sustituyó, no porque sea de izquierdas). El otro enemigo necesario es el extranjero, que cubre una función terrible: la de decirle al damnificado del modelo neoliberal: “Tranquilo, que, pase lo que pase, tú eres de aquí”. Una recompensa simplemente moral asentada en una identidad que se alimenta negando a los otros.
El círculo lo cierran los que no rezan y se tocan. La derecha puede divorciarse, abortar en Londres, poblar sus medios de comunicación con anuncios de contactos, regentar burdeles, vender preservativos y armas o comerciar con Israel, Marruecos o China, y, al tiempo, monopolizar el discurso de la moral. Es la mentira que necesita creerse para no naufragar en la dureza de un mundo sin premios ni castigos de ultratumba. Un nosotros barato y funcional. Su orden se basa en el miedo y, por tanto, está lleno de represión. Es muy frágil. De ahí su fobia ante cualquier agresión a su débil credo (sea la adopción gay, los sindicatos, las descargas p2p, Chávez, las células madre, otros nacionalistas, la risa o los islamistas).
Ya no hay príncipes que salven a la huerfanita. Vemos también disolverse la “autoayuda colectiva” del Estado social. Tiempo de salvarse uno mismo. Es el éxito de Belén Esteban, de las telenovelas y los libros de autoayuda. Una concepción agónica de la vida que lleva al egoísmo justificado, al nihilismo y la violencia. También a falsos desafíos (las salidas de tono de Esperanza Aguirre y El Cobra o nombrar a Chiquilikuatre para Eurovisión). Mientras, la izquierda se desliza por interpretaciones morales de las cosas que dejan de lado análisis materiales de la realidad. Dios ha muerto, Marx ha muerto, la historia ha muerto y yo me encuentro francamente mal. Siempre nos quedará Suráfrica.
Juan Carlos Monedero es profesor de Ciencia Política de la Universidad Complutense de Madrid
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