José Ignacio Torreblanca
El País
Que China está en auge es un hecho sabido. En el año 2000, China era la sexta economía del mundo. Diez años después, ya es la segunda. Y de seguir así las cosas, en 2050 asumirá el liderazgo como primera economía mundial. A largo plazo, los efectos para Europa de este desplazamiento de poder serán profundísimos: si hoy hay siete países europeos entre las 20 economías más grandes del mundo, esta cifra se va a ir reduciendo progresivamente hasta que en torno a 2050 solo queden cuatro, y ninguno de ellos estará entre los cinco primeros.
Para el sur de Europa los efectos son evidentes sin necesidad de acudir al largo plazo. Alemania no solo exporta ya más a China que a España sino que el potencial de crecimiento de esa relación comercial es prácticamente ilimitado en comparación al atractivo que ofrece el mercado español. Por ello, cada vez más, y especialmente como consecuencia de la actual crisis financiera y de deuda, Alemania percibe al sur de Europa como una rémora, y no, como hizo en el pasado, como un aliado estratégico.
La indiferencia hacia el sur de Europa con la que Alemania está gestionando la revisión del Tratado de Lisboa lo dice todo respecto a cuáles son las prioridades de Berlín estos días. El alza registrada por las primas de riesgo de Irlanda y Portugal, también de España y Grecia, prueba que estamos ante un círculo vicioso que se estrecha progresivamente hasta estrangular al sur de Europa: Alemania promueve una discusión sobre un mecanismo de reestructuración de deuda que, lejos de ser un ejercicio teórico o institucional, se acaba convirtiendo, debido al nerviosismo que desata en los mercados financieros, no solo en un factor que justifica la puesta en marcha de ese mecanismo, sino en un elemento más que, a sus ojos, prueba la debilidad del sur de Europa. En definitiva, una profecía autocumplida.
Como consecuencia de la crisis, el sur de Europa no solo despierta cada vez menos el interés de Alemania, sino que, inversamente, sus debilidades llaman cada vez más la atención de China. El compromiso adquirido en Lisboa por el presidente chino, Hu Jintao, de comprar deuda portuguesa para ayudar a un “amigo en dificultades”, sumado a las recientes adquisiciones chinas de deuda española y griega, dejan entrever algo bastante preocupante: que después de haber comprado las materias primas de África a golpe de talonario, los líderes chinos se han fijado un nuevo objetivo en Europa, y se están aproximando a ella por su periferia más débil.
Curiosamente, sin embargo, la crítica recurrente que se hace sobre la deliberada ausencia de condicionalidad política en la estrategia africana de Pekín no puede hacerse en el caso de Europa. Más bien al contrario, si en el continente africano China obvia las cuestiones relacionadas con la democracia y los derechos humanos, en Europa su sensibilidad es exactamente la contraria ya que utiliza sin rubor las palancas de la deuda y la inversión para obtener todo tipo de concesiones políticas, especialmente en materia de derechos humanos. Prueba de ello es la confianza que el Gobierno ha depositado en su petición pública, más bien conminación, a los embajadores europeos en Oslo para que no acudan a la ceremonia de concesión del Premio Nobel de la Paz a Liu Xiaobo. Pekín cruza aquí una evidente línea roja al coaccionar a los europeos de forma tan pública como descarada. Cierto que, hasta ahora, la estrategia de Pekín de sobre reaccionar agresivamente en todo lo relacionado con su soberanía ha funcionado satisfactoriamente.
Víctima del éxito de sus intimidaciones, Pekín no se da cuenta, sin embargo, de que está exponiendo de forma tan flagrante sus inseguridades y debilidades que, en algún momento, los demás van a aprender a explotarlas. Es difícil que Alemania y Reino Unido, con una diplomacia más acostumbrada a las fricciones en materia de derechos humanos, se dobleguen ante las presiones chinas. Pero para los europeos del Sur las cosas son más difíciles, pues juegan entre la supervivencia a corto plazo y la irrelevancia en el largo plazo. Alarmado ante la visión de un Sarkozy que en dos semanas ha dado dos importantes golpes de timón (con Londres en materia de defensa y con Berlín en lo relativo a la gobernanza del euro), en ambos casos sin contar con el sur de Europa, el ministro de Exteriores italiano, Franco Frattini, ha sugerido crear un directorio o G-6 europeo que agrupara a los seis grandes de la UE. Sin embargo, París, Londres y Berlín ni siquiera han respondido, tan centrados como están en ocuparse de sus propios intereses globales. El sur de Europa debe ponerse a pensar, ya.
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