Pasan ya tantas noches sin tí. Hoy tampoco pude dormir sin que el recuerdo de tu ausencia tiznara de llanto mis sueños. Desperté agitado, buscándote a tientas, y comprobé que tu fantasma todavía dormía a mi lado, una noche más.
Mirando el techo vestido de entreluz medito, me pregunto si algún día podré dormir una noche entera, del tirón, sin que mi mente estalle en cada amanecer recordándome que esta noche tampoco calentaste mi almohada.
La luz tibia de tu recuerdo me acorrala al borde de la cama, mientras mi corazón acelerado me indica que ya no dormiré más. Enciendo la luz, me resigno a levantarme y abrirme a otro domingo asesino de memorias. De repente, suena el teléfono y eres tú.
Tu voz me confiesa tus matutinos nervios. Más tarde, relajada, reconoces que tú tampoco dormiste esta noche, que son muchos los minutos que pasaste acuchillando estrellas, tratando de aclarar qué esperas del futuro, como quien espera una revelación divina.
¿Por qué me llamas? ¿Qué quieres de mí que no te haya entregado ya? Quizás necesitabas hablarme, escucharme. Como quien precisa una dosis de una droga que calme sus ansias, le alivie el miedo y le devuelva la calma perdida en la tempestad.
Al cabo de los minutos, apoyaste tu cabeza en mi pecho. Transmitía tanto calor que, escuchándome, te quedaste dormida. El hilo del teléfono calló mis rencores, silenció mi grito de dolor, templó mi odio inconsistente. Pude abrazar tu figura, tantas noches extrañada, coloqué tu mejilla sobre mi mano, como hice tantas noches de verano, y contemplé tu estampa durmiente, tan hermosa, tan irresistible. Respiré tu olor una vez más. Entreabriste los ojos y una media sonrisa endulzó tu gesto. En un instante, comprendimos que ya era tarde para tener miedo. Y los dos nos quedamos dormidos.
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