En esos instantes conocí la pura sensación de soledad. Recorriendo andenes, tiendas y pasillos que conocí antes de ser expulsado al desierto de tu ausencia, desde donde, todavía no hace mucho, volamos para construir la casa de nuestros sueños.
Recorriendo recuerdos atropelladamente, hube de henchir mis pulmones y apretar los puños para no caer abatido frente a aquella puerta B31, nuestra pretérita puerta al paraíso. Recordé nuestras discusiones, y el modo en que te soborné aquella vez para verte sonreír de nuevo.
Unas chispas de tristeza estallaron en mis ojos mientras me debatía en duelo frente a una decisión vital. Decidir olvidarte o tratar de seguir así, sin saber qué hacer o dónde ir, viviendo, malviviendo o muriendo en función de ti.
Paseando por los largos corredores casi desiertos de la mano con mi indecisión, tú venías conmigo. Sin saberlo, venías conmigo. Me mirabas, me hablabas… Casi podía olerte. Casi pude robar un beso tuyo.
Mientras tanto, maletas, carritos y niños iban y venían, correteaban joviales y ruidosos a mi alrededor como quien circunda una farola rota, inútil, fuera de lugar, mientras sueñan con felices destinos en territorios de ultramar.
Lo reconozco, en algún momento te maldije. Y maldije el haberte conocido. Pero no me mires así, que no te contraríe mi tono serio. No fue sino causa del dolor insoportable que siento, hijo de esta soledad a la que fui relegado, que me desmigaja canalla el alma y me susurra a cada paso que ya nunca dormirás conmigo, ya nunca despertarás a mi lado.
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