Recibo muchos mensajes por Facebook, pero ayer recibí uno que me hizo llorar a lágrima vida. Me escribía Rosa. Me contaba que era hija de comunistas. Me contaba que su padre fue uno de esos combatientes a los que el fascismo empujó a un campo de concentración para republicanos en Argelés en 1939, que se alistó en la Legión extranjera francesa de la que desertó llevándose unos cuantos tanques para incorporarlos al ejército británico con el que combatió en el Norte de África. Me contaba que después su padre combatió en la mítica batalla de Normandía, en las Ardenas y en otras, que terminó en Bélgica trabajando como minero y que volvió a España en 1976.
Pero Rosa me decía que no me escribía para hablarme de su padre sino de su madre. Su madre se llama Concha. Concha fue concejala por el Partido Comunista en el primer ayuntamiento democrático de Algeciras cuando les dejaron votar en 1979. Me contaba que va a cumplir 80 años y que ya casi no puede leer pero que ve mucho la televisión. Y Rosa me dice que cuando aparezco en la televisión a su madre se le iluminan los ojos y revive y que incluso le dice a su hija que está enamorada de ese chaval con coleta. Y que Concha, que vive en Casas Viejas, le dice a su hija que viendo a gente como yo siente que hay esperanza y que su lucha no fue en vano. Y yo leo eso y me pongo a llorar como una madalena y no sé dónde meterme porque estoy leyendo el mensaje en el móvil a punto de entrar a un acto en el barrio de Orcasitas. Y siento una enorme vergüenza porque ir a la televisión es muy fácil, porque no es ningún mérito debatir con tertulianos de la derecha cuando piensas en lo que hicieron algunos por nuestro país, cuando piensas en todas esas personas anónimas que se jugaron todo, casi siempre para perderlo. Y pienso en mis abuelas, mujeres que también perdieron una guerra y en mis abuelos y en mis padres y en toda esa gente corriente que te felicita por la calle como si fueras más que ellos y te piden que te hagas una foto con ellos. Y siento una enorme vergüenza. Y pienso que los debates de televisión muchas veces son un circo, y pienso en el cinismo que tengo que mantener allí, como ayer mismo debatiendo con Esperanza Aguirre. Y me come la rabia al no poderme quitar de encima la sensación de que Aguirre se escapó viva del debate, de que pude haberlo hecho mucho mejor ayer. Y pienso en las conversaciones cordiales que tengo que mantener con gente que no me gusta porque los medios tienen sus reglas y hay que cumplirlas. Y pienso en los compañeros que me ayudan a preparar las intervenciones y en todos los que hacen posible La Tuerka y Fort Apache a los que nunca pararán por la calle para felicitarles, a los que nunca les escribirán un mail para decirles que son la hostia. Y pienso en todos esos militantes anónimos, de todas las edades, a los que nadie les dará jamás las gracias como a mí. Y siento una enorme vergüenza.
Pero hay algo que aprendí ayer. Los ojos iluminados de Concha frente a su televisor no son sólo un premio, son una orden.
Pablo Iglesias Turrión es profesor en la Universidad Complutense de Madrid y presentador y tertuliano de televisión.
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