Precariedad es el nuevo nombre de la civilización europea. España, siguiendo sus preceptos fundacionales, no duda en adherirse a esa tendencia que se empeña en quemar los logros de tantas décadas de trabajo, sudor y lágrimas de nuestros antepasados. No dejo de pensar: si mi abuelo levantara la cabeza…
Mientras las élites mundiales hinchan sus bolsillos con la permisividad interesada, tosca y desvergonzada de sus voceros nacionales –nuestros gobernantes-, la miseria rezuma y comienza a colmatar, gota a gota, desde los rincones de las grandes urbes hasta los campos trillados de las aldeas, como si un fango venenoso amenazara con ahogar cada día a más personas, paralizadas entre la memoria de un pasado mejor y el shock causado por el estruendo del presente.
La obstinación en el injusto recorte de trozos de humanidad conquistada a base de esfuerzo, la dolorosa falta de justicia, el laxo sentido de responsabilidad de los poderosos y la impunidad de tantos delincuentes de gomina y corbata arrastra al incauto pertinaz al mundo de la precariedad.
Precariedad monetaria, precariedad intelectual, precariedad emocional, precariedad ética. Precariedad por doquiera que mires, que leas, que escuches, que toques, que sientas. Precariedad y dolor es lo único que perciben los sentidos del incauto aventurero que, pese a todo, no inca la rodilla y se declara en rebeldía contra la mediocridad que todo lo tizna.
¡Que la locura de su atrevimiento no se vea cortada! ¡Que los cuerdos de atar no le convenzan jamás de entregarse a la resignación! ¡Que la decepcionante inmediatez no embriague la lucidez del viajero perseverante! Que ese viajero no esté nunca de regreso. Que mantenga la curiosidad y la ilusión por vencer en las batallas en las que lucha desde hace tanto. Que nada lo venza ni lo detenga. Resistencia es lo único que le queda.
Resistencia para mirar más allá de su horizonte precario. O estaremos perdidos.
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