Hace unos días que me siento líquido. Indefinido. Maleable. ¿Será un brote agudo de (des)ilusión posmoderna? ¿Será que un fantasma llamado Bauman recorre Europa y no deja títere con cabeza? ¿Será un desvelo de nihilismo lúcido buscando una luz en la oscuridad? Quizás sea todo y nada a la vez.
A veces viene bien tener esta sensación, me digo; ayuda a no enmohecerse, a no “con-formar-se” (salvo cuando te das cuenta de que, efectivamente, no tienes “forma” ninguna, lo cual en ocasiones es difícil de llevar). Permite no dar nada por sentado, soltar la mente y vacilar de todo. Suelo comentar a mis amigos que una ventana es una herramienta perfecta para comenzar el vuelo; ventanas de habitaciones, de trenes, de oficinas... Ventanas que se convierten en lanzaderas hacia algún lugar que, con suerte y algo de inspiración, puede ser interesante.
En esas estaba yo hace unos días, metido en un tren quilométrico (más de veinte vagones formaban el convoy), lleno hasta las trancas de gente de todo tipo, cada uno de su padre y de su madre. En otras circunstancias, cabría pensar que podíamos viajar armoniosamente, como personas civilizadas, cada uno a lo suyo sin molestar al vecino pero, como dice un buen amigo mío, para lo relativo al silencio y el respeto parece que en este país el cochino nos salió mal capado. Así, el vagón se convierte en una especie de camarote de los hermanos Marx en el que se mezclan conversaciones y sonidos onomatopéyicos de lo más variado. Al mismo tiempo que dos o tres viajeros hablan a gritos por el móvil en una aparente lucha simultánea contra la falta de cobertura y de inteligencia de sus respectivos interlocutores, un par de niñas se pelean por entrar al aseo del vagón mientras su dimitido padre -dícese de todo progenitor que omite su deber de actuar como tal- hace como que no se entera ni de ellas ni de los otros tres viajeros que aguardan para hacer uso del evacuatorio. En estas, hace acto de presencia el revisor, un tipo extraño, con gafas, la cara algo torcida y una barba incompleta que invita a pensar que le han arrancado a tirones algunos pelos –probablemente algunos viajeros desesperados en el pasado, pienso para mí-. Con la tranquilidad de quien convierte una costumbre –aunque singular- en un derecho, hace una breve exploración visual del vagón y de quienes allí nos encontramos y decide unirse a la fiesta. Tras comprobar que todos tenemos nuestros respectivos billetes en regla, se pasa los siguientes minutos paseando de un lado a otro del vagón, como un péndulo, haciendo comentarios picantes a las mujeres con su voz chillona y deleitando a todo el mundo con anécdotas extravagantes que le dejan a uno cara de no saber si viaja en la RENFE o en el tren de Amanece que no es poco.
Como decía, en ese tren viajaba yo camino del sur, cuando me puse a mirar por la ventana para evadirme. Y fue entonces cuando me di cuenta de que estaba líquido.
Líquido. Es un estado que yo siempre digo que puede sentar bien o mal, según como te pille. Hay días en que te ves capaz de todo, sin saber muy bien hacia dónde encaminar tu vida, pero en el buen sentido. Levantas la mirada y piensas que podrías ser dueño de un gastro bar en Vancouver, asesor político en cualquier gobierno importante o quiosquero en un barrio perdido de alguna gran ciudad. O todo a la vez. Sin ningún problema. La ventana de posibilidades se antoja inmensa y ello te hace sentirte poderoso, enérgico, omnipotente.
Otros días, misma situación pero sentido inverso. Ves tantas posibilidades que te cuestionas hasta quién eres. Tanto piensas que vales para todo, que acabas rallando el disco y pensando que, quizás, no valgas para nada. Y en esas continúas, descendiendo paulatinamente hacia la oscuridad de una crisis de identidad reforzada por las presiones del entorno social, que repite sin descanso el discurso de que quien no “vale” para algo concreto, quien no tiene un camino sólidamente determinado a cierta edad, sencillamente no vale. Y en los tiempos actuales de dictadura monetaria y financiera “no valer” no sólo significa no tener valor de cambio, sino no existir.
Continúo asomado a la ventana, abstraído del mundo con la ayuda del traqueteo mecánico del tren. Trato ahora de dar algo de forma a la dicotomía liquidez-solidez. Y me auto-propongo: es la eterna lucha entre el inconformismo dinámico pero agotador de quien reflexiona sobre las posibilidades de lo presente y el conformismo bovino pero cómodo de los que siguen un camino más claro, determinado, quizás más decidido y menos dado a reflexiones, propio de una mente sólida. Y ahora caigo: ¿No es curiosa la buena prensa de que goza el adjetivo “sólido” frente a otros estados de la materia? –me pregunto. Estamos gobernados por el lenguaje, un lenguaje tiránico. Será por la necesidad innata que tenemos de categorizar, de articular ideas en un sistema binario, dualista, y el esfuerzo que nos supone elaborar pensamientos complejos, con escalas, matices y niveles.
A veces uno acaba peleado consigo mismo después de tanta cábala metafísica, maldiciendo su estado líquido y vagando por el desierto de la incertidumbre más absoluta, pero también de la soledad más áspera. Porque sí, otra característica del estado líquido es que suele ser mal catalizador para las relaciones sociales. ¿Cómo compartir la liquidez? ¿Existen los lugares comunes en los no-lugares? ¿Puede una relación sólida construirse sobre alguien líquido?
Afortunadamente existen las ventanas. Y saltando por ellas te puedes desdoblar y huir de la realidad sólida volando colgado de pensamientos, ilusiones y emociones emancipadoras. Quizás sólo en ese estado es uno libre de las ataduras que lo unen a uno al suelo, pero también a los grilletes que le impiden sentir, pensar y escribir con libertad. Y entonces te das cuenta de que, si sabes aprovecharlo, merece la pena. Y te declaras amante de las ventanas.
Quizás –concluyo al fin y se me escapa una sonrisa a través de la ventana- sea bueno sentirse líquido. Aunque sólo sea de vez en cuando y como ejercicio rejuvenecedor para no aburrirse de uno mismo -eso es lo principal-, pero también para soportar mejor la desazón producida por el hecho de tener que compartir momento y lugar con tantos padres dimitidos, revisores estrambóticos y trenes que te transportan de un extremo a otro de esta época tan llena de hijos de puta y tantas incertidumbres macabras.
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