(Continuación)
Eran las 9 de la noche. El sol, que todavía no se había ocultado entre las montañas, lanzaba rayos anaranjados por entre las rendijas de la persiana a medio bajar. Aquel año la primavera apenas había durado un par de semanas, y los últimos días fríos de invierno se habían visto atropellados por la furia de un verano repentino que no se iría hasta varios meses más tarde.
Él seguía de pie, tembloroso e incrédulo, mirándose en el espejo oxidado de la entrada. A través de la ventana, a lo lejos, se escuchaba una música tranquila y amable, new age, que seguramente provenía de algún vecino. Buscó con el oído la procedencia de la melodía y la siguió, meciéndose gozoso de acorde en acorde como si acabara de descubrir una maravilla nunca antes vista.
Se sentó en la silla de su escritorio, en la que solía escribir hace tiempo, cuando todavía no se había secado. Examinó pausadamente lo que tantas veces le había servido de plataforma para escapar. Todo seguía en el mismo lugar en el que lo había dejado; el ordenador a la distancia justa del borde de la mesa, los libros a medio leer a la derecha, exactamente a dos palmos y medio del ordenador para poder estirar los brazos de vez en cuando. Eso es al menos lo que decía a quienes le preguntaban acerca de por qué ese orden tan estricto de la mesa, aunque en realidad lo que le gustaba era poder hacer, durante sus sesiones de escritura, pequeños descansos tocando la madera de la mesa sin que ningún obstáculo se entrometiera, sintiendo bajo las yemas de los dedos la mesa fría y plana como un astronauta que regresa de un viaje por la ingravidez del cosmos y posa de nuevo sus pies sobre tierra firme.
Miró los destellos que se colaban por la ventana y subió lentamente la persiana. Oteó el horizonte durante unos minutos, recordando cuántas veces lo había hecho en el pasado desde ese mismo lugar. Era su manera de despegarse del suelo, elevarse sobre el muro opaco de lo inmediato y lanzar su mente hacia los rincones de lo oculto.
Fue consciente del tiempo que hacía que no escribía una sola palabra, y reflexionó sobre ello durante un largo rato. Voces ahogadas gritaban dentro de su cabeza. ¿Por qué había dejado de escribir? Para alguien que valora las palabras por encima de todo, dejar de escribir había supuesto dejar de ver y de verse a sí mismo, dejar de hablar, de expresarse, quizás de sentir. Siguió pensando, buscando razones, sintiendo viejas emociones abandonadas que le impulsaban a seguir avanzando en su búsqueda.
Quizás simplemente se había secado, pensando que no tenía nada que contar. Quizás, como Jep Gambardella en La Gran Belleza, no tenía ya nada que decir ante la convicción de habitar en un mundo decadente y superficial. Quizás se había rendido, presa del miedo al dolor y a seguir lastimándose al mirar hacia su interior.
Recordó entonces que, algún tiempo atrás, hubo quien, en un bar oscuro, pasada esa hora maldita a partir de la cual sólo quedan personas auténticas en los garitos, le dijo:
- Yo sé lo que te pasa: alguien te ha robado las palabras.
Reflexionó, quizás era cierto. Le vino a la mente la respuesta que dio entonces a su interlocutor: hace mucho tiempo, sabedor de que eran su más preciado tesoro quiso ofrecerlas como ofrenda a alguien a quien valoró demasiado. El gesto no fue correspondido, pues el destinatario no supo valorarlo a él ni a su tesoro. En aquel instante se creyó derrotado, el dolor se apoderó de su alma y la quebró, robando la vida de lo cotidiano de sus días. Pasaron los meses y olvidó cómo volar cada noche con la mujer que amaba. Pero desgraciadamente también olvidó cómo hacerlo sin ella. Dejó de mirarse al espejo, decidió no cuidarse, perdió el sentido de seguir buscando su lugar en el universo. Un ladrón de palabras había lanzado una maldición sobre él que le impedía ver, sentir y expresar. Lo había desconectado del mundo.
----------------------------------------
No hay comentarios:
Publicar un comentario