Una de las ideas que se nos viene normalmente al pensamiento cuando reflexionamos acerca de la transición española es la idea de "consenso".
Asimismo, cabe señalar que el argumento del "miedo" y el caos ha sido utilizado en política en diversas ocasiones cuando han surgido discrepancias o enfrentamientos ideológicos. Esto ocurrió en la transición y ha vuelto a suceder en diferentes ocasiones en la política española (hoy en día no hay más que atender a los discursos de ciertos dirigentes conservadores del panorama político español e internacional para darse cuenta de que este es el tema estrella en sus discursos y que sus campañas giran siempre en torno a la seguridad y a un supuesto caos que tendrá lugar si los “no tan conservadores” como ellos – ya no la izquierda necesariamente – se hacen con el poder).
El llamado “consenso” de la transición fue la respuesta de los españoles al miedo que sentían a que los mismos que llevaron a cabo el golpe de estado de 1936 volvieran a intentar establecer un gobierno no democrático por medio de la violencia. La transición española se hizo con las pistolas encima de la mesa. Por tanto no se puede hablar de un proceso llevado a cabo de manera ordenada en el que los españoles negociaron tranquilamente la mejor forma de llegar a la democracia.
El "conflicto", elemento fundamental en política para que haya avances y progreso social, fue enterrado en nombre de un “consenso” ante el que no cupieron alternativas y que se presentó y se sigue presentando como un gesto de buena voluntad colectiva. El consenso fue una construcción intelectual para rebajar las pretensiones de la oposición movilizada en la calle. Se nos vendió lo bueno que era ese “consenso”, mientras nos enseñaban las pistolas para no dejarnos pensar y actuar libremente. Y cuando parecía que se desmadraba la calle “apareció” Tejero – que fue tan sólo una cabeza visible de todo un entramado del cual tenía conocimiento la CIA - en el Congreso de los Diputados para llevar a cabo un intento de golpe de Estado y “llamarnos al orden”, llamarnos a su consenso.
Hoy cualquier historiador, cualquier politólogo, cualquier sociólogo o cualquier filósofo que estudia o analiza un proceso social, no duda en introducir en su razonamiento y reflexión un elemento que goza de una tremenda importancia, como es el concepto de "mito".
Según Álvarez Junco, el mito constituye una noción de algo que es irrefutable, algo que explica el estado actual de una colectividad aludiendo y conteniendo su pasado más remoto y su naturaleza primitiva. Lo importante del mito es que no sólo responde a elementos intelectuales, sino que surge de las más profundas emociones humanas, pero al mismo tiempo no puede ser descrito como pura emoción, pues es la expresión de una emoción. Si el mensaje político sustituye problemas y programas concretos por mitos, ello no se debe al azar, sino a que se dirige a esa parte no racional del ser humano, que es la esencialmente movilizadora. Gracias a los mitos, las emociones dejan de ser oscuras y vagas para objetivarse, al convertirse en relatos sobre hechos y personajes concretos. No obstante, del mismo modo que existen mitos movilizadores, existen también mitos desmovilizadores. Al versar sobre hechos que han modificado radicalmente la condición humana y que han constituido la sociedad tal como es hoy, es incuestionable que el mito justifique o cuestione el sistema de poder.
En situaciones de crisis y de inseguridad, las sociedades llamadas “civilizadas” no dudan en recurrir a lo mágico y emocional tal y como lo hacías las sociedades más “primitivas”. Y la política, tal como señala Cassirer, es un terreno abonado de inseguridad e inestabilidad, “un terreno volcánico” en el que debemos estar prestos a enfrentarnos a erupciones repentinas. En todos los momentos críticos de la vida social del hombre, las fuerzas racionales que impiden el resurgimiento de las viejas concepciones míticas, pierden seguridad en sí mismas. Entonces llega de nuevo el momento del mito. Porque el mito no está nunca realmente vencido y hundido, sino que sigue vivo y al acecho esperando su oportunidad.
Cabe señalar asimismo, que la fuerza del mito reside en que, como toda creencia, no necesita ser coherente intelectualmente, puesto que es por definición irrefutable. De aquí se deduce un peligro que acompaña al mito irrefutablemente, pues el hecho de hacer referencia a cosas no palpables sino abstractas, hace del mito un arma perfectamente manipulable en pos de unos u otros intereses.
La creación y manipulación de un mito aparece perfectamente simbolizada en un dialogo en el que aparece un señor al que alguien pregunta:
-¿Cómo le da más miedo Dios, vivo o muerto? – a lo que el señor responde:
- Muerto, porque vivo al menos se le veía venir.
Retornando al tema que nos ocupaba al principio, debemos afirmar que la Transición fue y es un mito para ocultar el pasado; la superación de un enfrentamiento necesario entre españoles irreconciliables. La Constitución de 1978 es una herramienta al servicio de ese mito y de la ocultación de ese pasado, de ahí su carácter intocable.
Además, vemos la transición ensalzada en los medios de comunicación constantemente, como señalaba al principio nos la cuentan como un gesto de buena voluntad colectiva. Esa labor de ensalzamiento contrasta con el olvido público de aquellas personas que defendieron la República y combatieron el franquismo, que además en estos días se sienten maltratadas, si no humilladas cuando ven la “Ley de la Memoria Histórica” que pretende aprobar el actual gobierno de España, en la cual no se establece la nulidad de los juicios políticos del franquismo, el gobierno evita hacerse cargo de la labor de localización y exhumación de los miles de cadáveres enterrados en fosas y cunetas, no se hace ningún tipo de reconocimiento (¡ni siquiera moral!) a todas aquellas personas que lucharon por la República y por la democracia ante la sublevación fascista de 1936...
Asimismo, cabe señalar que el argumento del "miedo" y el caos ha sido utilizado en política en diversas ocasiones cuando han surgido discrepancias o enfrentamientos ideológicos. Esto ocurrió en la transición y ha vuelto a suceder en diferentes ocasiones en la política española (hoy en día no hay más que atender a los discursos de ciertos dirigentes conservadores del panorama político español e internacional para darse cuenta de que este es el tema estrella en sus discursos y que sus campañas giran siempre en torno a la seguridad y a un supuesto caos que tendrá lugar si los “no tan conservadores” como ellos – ya no la izquierda necesariamente – se hacen con el poder).
El llamado “consenso” de la transición fue la respuesta de los españoles al miedo que sentían a que los mismos que llevaron a cabo el golpe de estado de 1936 volvieran a intentar establecer un gobierno no democrático por medio de la violencia. La transición española se hizo con las pistolas encima de la mesa. Por tanto no se puede hablar de un proceso llevado a cabo de manera ordenada en el que los españoles negociaron tranquilamente la mejor forma de llegar a la democracia.
El "conflicto", elemento fundamental en política para que haya avances y progreso social, fue enterrado en nombre de un “consenso” ante el que no cupieron alternativas y que se presentó y se sigue presentando como un gesto de buena voluntad colectiva. El consenso fue una construcción intelectual para rebajar las pretensiones de la oposición movilizada en la calle. Se nos vendió lo bueno que era ese “consenso”, mientras nos enseñaban las pistolas para no dejarnos pensar y actuar libremente. Y cuando parecía que se desmadraba la calle “apareció” Tejero – que fue tan sólo una cabeza visible de todo un entramado del cual tenía conocimiento la CIA - en el Congreso de los Diputados para llevar a cabo un intento de golpe de Estado y “llamarnos al orden”, llamarnos a su consenso.
Hoy cualquier historiador, cualquier politólogo, cualquier sociólogo o cualquier filósofo que estudia o analiza un proceso social, no duda en introducir en su razonamiento y reflexión un elemento que goza de una tremenda importancia, como es el concepto de "mito".
Según Álvarez Junco, el mito constituye una noción de algo que es irrefutable, algo que explica el estado actual de una colectividad aludiendo y conteniendo su pasado más remoto y su naturaleza primitiva. Lo importante del mito es que no sólo responde a elementos intelectuales, sino que surge de las más profundas emociones humanas, pero al mismo tiempo no puede ser descrito como pura emoción, pues es la expresión de una emoción. Si el mensaje político sustituye problemas y programas concretos por mitos, ello no se debe al azar, sino a que se dirige a esa parte no racional del ser humano, que es la esencialmente movilizadora. Gracias a los mitos, las emociones dejan de ser oscuras y vagas para objetivarse, al convertirse en relatos sobre hechos y personajes concretos. No obstante, del mismo modo que existen mitos movilizadores, existen también mitos desmovilizadores. Al versar sobre hechos que han modificado radicalmente la condición humana y que han constituido la sociedad tal como es hoy, es incuestionable que el mito justifique o cuestione el sistema de poder.
En situaciones de crisis y de inseguridad, las sociedades llamadas “civilizadas” no dudan en recurrir a lo mágico y emocional tal y como lo hacías las sociedades más “primitivas”. Y la política, tal como señala Cassirer, es un terreno abonado de inseguridad e inestabilidad, “un terreno volcánico” en el que debemos estar prestos a enfrentarnos a erupciones repentinas. En todos los momentos críticos de la vida social del hombre, las fuerzas racionales que impiden el resurgimiento de las viejas concepciones míticas, pierden seguridad en sí mismas. Entonces llega de nuevo el momento del mito. Porque el mito no está nunca realmente vencido y hundido, sino que sigue vivo y al acecho esperando su oportunidad.
Cabe señalar asimismo, que la fuerza del mito reside en que, como toda creencia, no necesita ser coherente intelectualmente, puesto que es por definición irrefutable. De aquí se deduce un peligro que acompaña al mito irrefutablemente, pues el hecho de hacer referencia a cosas no palpables sino abstractas, hace del mito un arma perfectamente manipulable en pos de unos u otros intereses.
La creación y manipulación de un mito aparece perfectamente simbolizada en un dialogo en el que aparece un señor al que alguien pregunta:
-¿Cómo le da más miedo Dios, vivo o muerto? – a lo que el señor responde:
- Muerto, porque vivo al menos se le veía venir.
Retornando al tema que nos ocupaba al principio, debemos afirmar que la Transición fue y es un mito para ocultar el pasado; la superación de un enfrentamiento necesario entre españoles irreconciliables. La Constitución de 1978 es una herramienta al servicio de ese mito y de la ocultación de ese pasado, de ahí su carácter intocable.
Además, vemos la transición ensalzada en los medios de comunicación constantemente, como señalaba al principio nos la cuentan como un gesto de buena voluntad colectiva. Esa labor de ensalzamiento contrasta con el olvido público de aquellas personas que defendieron la República y combatieron el franquismo, que además en estos días se sienten maltratadas, si no humilladas cuando ven la “Ley de la Memoria Histórica” que pretende aprobar el actual gobierno de España, en la cual no se establece la nulidad de los juicios políticos del franquismo, el gobierno evita hacerse cargo de la labor de localización y exhumación de los miles de cadáveres enterrados en fosas y cunetas, no se hace ningún tipo de reconocimiento (¡ni siquiera moral!) a todas aquellas personas que lucharon por la República y por la democracia ante la sublevación fascista de 1936...
Obviamente hemos de tener en cuenta que de no estar ahora mismo en un sistema democrático, no podríamos debatir acerca de lo buena o lo mala que fue la transición, por lo que debemos ser capaces de valorar justamente lo conseguido desde la muerte de Franco. Pero a partir de ahí, hemos de armarnos de una razón crítica que nos permita saber que lo presente no agota las posibilidades y no quedarnos parados alabando las virtudes del mencionado proceso. El reconocimiento a la gran tarea que trajo consigo la transición hace necesario mantener los elementos transformadores alcanzados, pero conjuntamente y precisamente como consecuencia de ello, hace necesario al mismo tiempo destacar las lagunas democráticas todavía no colmadas.
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