lunes, 5 de febrero de 2007

Ensayo Sobre La Lucidez

En este momento en que viene a visitarme la lucidez, veo las cosas claras, los horizontes luminosos, los océanos cristalinos, y a las personas sin sus máscaras.

Lo cual nos demuestra nuevamente que la realidad no es sino lo que nosotros mismos, nuestra estructura mental, queremos o podemos ver de ella. Por eso, mientras no somos capaces de comprender una cosa preferimos no verla, y no le damos nombre. Porque lo que no está en el lenguaje no está en la razón, y lo que no está en la razón no existe.

Ya lo decían los sofistas, más tarde los Románticos, y así todos aquellos que se han parado a pensar, libres de prejuicios, acerca de lo que reciben de un mundo en movimiento constante y que a menudo no entendemos.

Y lo malo de la lucidez es que, efectivamente, tiene un lado malo. Y es que gracias a ese estado (de ánimo, de tensión, llámese como se quiera) de lucidez, vemos cosas que en otra situación no somos capaces de ver, las cuales pueden ser buenas o malas.

Quizá sea por esto que lo que llamamos lucidez se convierte a la vez en un preciado bien y en un odiado padecer de la naturaleza humana. Es como una droga, que según la dosis suministrada, te puede encumbrar a lo más alto, o te puede hundir en lo más profundo del cosmos sin necesidad de que haya un lago en el que ahogarte.

Por eso vemos personas que han logrado alcanzar altos grados de lucidez que, casualmente, se han suicidado o los han asesinado. Del mismo modo, vemos personas que han vivido y viven toda su vida en una especie de aletargamiento vestido de miedo, como método de autodefensa de esa temida lucidez y, de tal modo prolongar una vida tranquila, no muy profunda, pero sí tranquila. Lo que ya vemos menos son personas en las que se den ambos factores; que tengamos noticias de un cierto grado de lucidez continuado y que hayan logrado sobrevivir a una vida plagada de alegrías, sí, pero también de profundas aflicciones.

Decía aquel: “Entre miedos, culpas y mitos se mueve mi barco en un mar agitado por sinsabores”.

Quizá lo que corresponda sea aceptar que todos somos una especie de marineros, que navegan por una vida que no es sino un mar enrabietado en un día de tormenta, donde podemos encontrar los mejores atunes, pero también peligrosos tiburones.

Así que allá cada cual a la hora de decidir si quiere o debe hacer frente a la lucidez y aceptarla como una parte de su naturaleza, o prefiere obviarla y tratar de huir de ella. Lo malo de esto último es que pretenden ocultar que la lucidez, como cualquier mito, por mucho que se esconda o se pretenda dar por muerto, se encuentra al acecho para sorprendernos en cualquier momento de crisis, en la peor de las gélidas noches de invierno.

Porque, como producto de la misma mente humana, la lucidez es caprichosa a la vez que traicionera, por lo que no podemos esperar alcanzarla cuando queramos, sino que sólo podemos esperar que no nos pille de sorpresa cuando venga a visitarnos, para así ser capaces de oírla llegar y recibirla como se merece, como al más frío de los monstruos fríos.

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