viernes, 7 de mayo de 2010

La Transición contada a mis padres

Juan Carlos Monedero
A la memoria de Pepín Vidal Beneyto

Mil veces oímos una petición de silencio que hoy resuena con cuento de furia y ruido: “Abuelo, deje de contar batallas”. Ignoraban los guardianes de los tiempos apacibles que la verdadera batalla no era esa que los viejos apuntaban. Era otra, apenas susurrada, que se contaban a ellos mismos en un silencio de décadas, con complicidad de café, trinchera y cuitas compartidas. “¡Deje de contar batallas, abuelo!”. Y los apaciguadores, al tiempo, contaban incontables veces su cuento incontinente: “La democracia nos la inventamos nosotros”. Lo dijeron, lo escribieron, lo repitieron, lo exportaron y, quizá –sólo quizá–, hasta se lo creyeron. Sociólogos corrieron a decir que antes de la Transición no hubo democracia y que, de pronto, ya éramos iguales al resto de Europa; filósofos cambiaron panfletos contra el todo por panfletos por lo que me caiga; historiadores oficiales dieron el pasado como inocuo pasto abierto sólo a anticuarios; sabedores de la política hicieron taxonomías borgianas para que encajara la democracia con un campo sembrado de fosas comunes y desmemoria; matemáticos trazaron la topología que permitía transitar en vez de retornar a la democracia perdida; periodistas y filólogos encontraron en el decir “consenso” una palabra mágica que contentaba a tirios y troyanos (a unos porque no cuestionaba ningún fruto de su victoria; a otros, porque les entregaba una excusa perfecta para explicar por qué eran tan vociferantes y tan poco consecuentes). Burlón este espíritu de la Transición democrática.


La Transición redujo la explicación dolida del pasado a un problema de derechos humanos. En la distancia, todos somos bienintencionados. Por eso era relevante explicar aquella época como una locura colectiva fruto del calor y los tiempos duros. Otras explicaciones sacan el hilo al ovillo y llegan hasta palacios reales, catedrales, cámaras bancarias y mansiones donde siguen los que nunca se fueron.


Recuerdo de la madre. Hija robada por la posguerra a un herrero anarquista –linchado cabeza abajo, colgando de un olivo, por el jefe de Falange, luego alcalde del pueblo–. Nueva vida en Madrid. Pudo estudiar. Su colegio tenía dos puertas, una principal para las niñas ricas y otra lateral para las hijas de la caridad. Recuerdo a la madre subiendo, junio de 1977, la calle del colegio donde estudiaban sus hijos. A suplicar un precio en los caros ejercicios espirituales. Carteles electorales en las paredes. Entendí cuando el cura afirmó: “Si no podéis permitíroslo, buscad otro colegio”. El franquismo fue una dictadura de clase. Pero nunca acepté el tuteo arrogante a la madre derrotada. Porque los mataron mil veces. En aquellos años de la guerra y la posguerra, y también en cada humillación, durante cuatro interminables décadas (las cartas que llegaron y las que no llegaron; compartir mesa con el verdugo; suplicar trabajo o limosna de lo que fue el propio patrimonio; los labios mordidos; pisar el suelo donde reposan los abandonados; las placas santas ensalzando al sayón; la impunidad de los togados, los purpurados, los condecorados; el interminable usted no sabe con quién está hablando…).


“Con la Transición, los demócratas vencimos”, y le cargaron al búnker toda la memoria del franquismo. Derrotado el búnker, derrotado el franquismo. ¿Un nuevo inicio? ¿Sin restitución? Hasta que un juez quiso llevar a juicio aquella etapa y se cayeron las caretas. El juicio al franquismo ha separado a los demócratas gratuitos de los demócratas con todas las consecuencias. “Las virtudes de la Transición son los vicios de la democracia” se reescribe: “Los vicios de la Transición son los vicios de la democracia”. Un sistema electoral indigno; Bartolín llamando a la Guardia Civil desde un maletero porque lo había secuestrado ETA. Cospedal y la Caudillesa gritando ¡golpe de Estado! por una reunión política en sede universitaria; un juez escondiendo residuos franquistas bajo alfombras progresistas; el filósofo de la ética para adolescentes recibiendo el premio literario más amañado de la historia de los premios; el ministro de Información de Franco, el que afirmó tras el asesinato en la Puerta del Sol de Julián Grimau que ese “caballerete” merecía morir, redactando la Constitución de la democracia que apuntaló a un rey de origen franquista, a comisarios de origen franquista, a catedráticos de origen franquista, a periodistas de origen franquista e, incluso, a franquistas de origen franquista. Ahí reposa nuestro miedo. Franco es más peligroso muerto que vivo. Vivo por lo menos se le veía venir.


Dudo de que la Transición hubiera podido ser radicalmente diferente. En 1973 fue el golpe contra Allende. Unos meses después, la Revolución de los Claveles alertó a los guardianes de la guerra fría. Y 40 años de exilio, represión y miedo. Lo reprochable es la falta de honestidad de sus voceros. No decir: “Hicimos lo que pudimos, lo que nos dejaron, lo que nos atrevimos”. Esconderlo tras “nos corresponde la mayor hazaña democrática de la historia de España”. Una Transición perfecta que no deja entender una democracia tan imperfecta.
Lo han tenido que recordar desde fuera: aquí hubo un propósito de genocidio. Hubo guerra porque los franquistas, aun ayudados por Hitler y Mussolini, no tuvieron la fuerza suficiente. Cuando ganaron, la intención genocida se consumó. Hoy se siguen repartiendo culpas con la excusa de la guerra. Para una lectura democrática, los luchadores por la República dieron todo para frenar el genocidio. Y los olvidamos.


Por eso, abuela, abuelo, perdonad por lo que no os dejaron hablar en estos años. Y contadme otra vez, desde el principio, todas aquellas batallas.


Juan Carlos Monedero es profesor de Ciencia Política de la Universidad Complutense de Madrid

1 comentario:

Anónimo dijo...

...un día, sin darnos cuenta,
el viejo con sus historias se consumió
y en la memoria de su nieto sólo una huella, un leve borrón, de aquella lejana batalla donde pudo morir, en una guerra no ganada, donde luchó por ti ...