Tras una mañana apagada, de las últimas del invierno, en la que no había parado un segundo, por fin eran ya casi las tres de la tarde. Tomé el metro, que como de costumbre a esa hora iba lleno de gentes deambulando de vuelta a casa. Al cabo de unas cuantas estaciones, una mujer ruda y algo descuidada, de apariencia mayor de lo que seguramente en realidad es, entra en el vagón de metro y, tras un breve zigzagueo, escoge asiento. Mira a su alrededor, como buscando cómplices de batalla diaria, pero nadie le responde en su llamada. Pausada, suspira, cierra los ojos e inclina la cabeza hacia delante.
La mujer espera unos segundos, como si se preparara para una confesión. O para un llanto. Con gesto serio y alzando levemente la cabeza, posa la mirada en la ventanilla de enfrente, como buscando el cielo, y comienza a cantar, en voz baja pero suficiente, un cante jondo cuyo estribillo rezaba: "ella solo quería cantar".
El murmullo del cante, cada vez un poco más encendido, se propaga por el vagón, haciendo que todos interrumpamos nuestras lecturas, músicas y cotidianidades individuales. Lo impregna todo, como un río torrencial que recupera para la vida en un segundo montañas de tierra yerma. Quien más, quien menos, aprecia el talento de la mujer, que se va gustando y subiendo el volumen. Al cabo de 20 segundos todos la miramos entre la admiración y la sorpresa, y a una pareja de ancianos, al fondo, se le oye comentar: “tiene arte, la jodía”. Ella sigue, a lo suyo. Canta y canta un llanto sentido hasta contagiarnos el alma de esa amargura romántica propia del cante.
Al cabo de cinco paradas sin descanso alguno, la mujer calla, se levanta tranquilamente y sale del vagón dejándonos en silencio, pasmados, como recién despertados de un sueño. Con paso ligero y caminar discreto avanza por el andén llevándose todos los dioses adentro. Paradójicamente, la tristeza de la melodía contrasta con la alegría que desprende a cada paso que da. Ella sólo quiere cantar. Y lo hace. Y le basta.
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